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Uno de los nuestros

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Los peajes a pagar por parte de los pueblos que permiten a sus gobiernos convertirse en gusaneras resultan tan intensos como desagradables. La lógica del bipartidismo o del «bibloquismo», con su evitación a toda costa de la transmisión del poder al adversario y la conservación de cacicatos, empleos, prebendas y subvenciones entre los afines, conduce inevitablemente a este tipo de situaciones. Repetimos, casi paso a paso y con la insólita precisión de justo cien años después, la misma dinámica que ya se llevó por delante a la anterior restauración con sus olvidados liberales y conservadores.

Aquellos buenos prohombres de hace un siglo eran más dados que nosotros a la retórica y la poética y su gusto por la palabra se nos hace extraño en esta época de gestos vacíos y guiños cómplices a    todo tipo de colectivos. Silencios cronometrados, asistencia a desfiles y saraos, condenas a comportamientos inadecuados con rasgadas de vestiduras, sobrevaloración del victimismo o repetición de memeces parecen bastar en una vida política que no persigue el voto meditado individual sino la adhesión inquebrantable de colectivos alentados por la ingeniería social y constituidos como peñas futboleras.

Pero la insoportable situación creada por el interminable combate a los puntos de esta inagotable legislatura nos ha devuelto, inesperadamente, el interés por el discurso, la verbalización del ideario y la participación de la poética en la acción política. Más allá de las metáforas marineras sobre titánicos sacrificios de esforzados capitanes que no sueltan el timón ni debajo del agua, estamos escuchando últimamente auténticas perlas que pretenden dotar de un cierto barniz ideológico a lo que en apariencia resulta una pelea de bandas por el control de la zona.

Por eso ha llegado la hora de sacar del baúl a viejas glorias que recuerden los tiempos en que se sabía hablar en público sobre ideas y proyectos, a aquellos que aún recuerdan que se presentaban (y leían) programas. Es la hora de los expresidentes de los dos bandos. Uno de estos, el ínclito Zapatero, andaba desperdiciando su talento y su talante de poeta social en unos inconfesables trapicheos en países con problemas de embargos de hidrocarburos. Pero, no se preocupen, ha vuelto y ha proclamado que «La igualdad es el destino de la democracia». ¡Zas! ¡El viejo Zapatero en todo su esplendor!

La igualdad es un pilar necesario para el establecimiento y el funcionamiento de una verdadera democracia; personas con los mismos derechos y deberes cuentan, cada una, con un voto del mismo valor en la toma de decisiones comunes. Forma parte de la base, de los cimientos sobre los que se asienta el sistema. No puede confundirse, si no es malintencionadamente, un principio básico con un objetivo, un final, una culminación.

No sé yo si es buena idea esta de recuperar a Zapatero como ideólogo, poeta y profeta. Puede que a algunos les dé por recordar las tropelías de su Secretario de Organización y luego Ministro de Fomento (Transportes) en una estación de hidrocarburos gallega y en compañía de un maletín sospechosísimo. Si «elevamos las anécdotas a categorías generales» lo mismo tendremos problemas.   

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