El líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, anda ahora mismo con la autoestima subidísima por el chute de aplausos y palmaditas en la espalda recibidos durante el congreso de la formación. Es normal. Pero también lo es que después las aguas vuelvan a su cauce y siga teniendo los apoyos que tiene, en el Congreso de los Diputados y en la sociedad española: ocho millones de votos en un país de 48 millones de personas. No es poco, pero tampoco para presumir. Dice que sondeará a los socios del Gobierno de forma recurrente por si alguno, «en un momento de lucidez, honradez y dignidad», cambia de idea y decide respaldar una moción de censura de la derecha. Olvida este señor que la política no es un intercambio de cromos o sillones –aunque por desgracia muchos lo entienden así y viven como garrapatas de lo público toda su vida–, sino el oficio de conformar la sociedad, de transformar vidas. Y eso es muy serio. Por eso me resulta repugnante que hable de «lucidez» y de «honradez» cuando le está pidiendo a alguien de izquierdas que básicamente renuncie a sus principios y a medidas concretas como subir el Salario Mínimo Interprofesional –el PP lo mantenía en 700 euros–, que se olvide de mejorar las pensiones –para ellos lo natural era congelarlas sine die–, que abandone a los parados de larga duración ya mayores y que no tengan una prestación, que mire para otro lado ante los bisabuelos que aún quedan abandonados en una cuneta desde hace ochenta años y no puedan recibir la sepultura que merecen… en fin a los pocos avances que hemos visto en estas últimas legislaturas. Porque todavía la izquierda gobierna con algunas diferencias respecto al modo de dirigir las cosas de la derecha.
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