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La IA somos nosotros

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Hace mucho tiempo, cuando todavía no existía la inteligencia artificial, ya teníamos abundantes testimonios literarios de máquinas inteligentes, entre las que yo naturalmente destacaría «Fábulas de robots» y «Ciberiada», del gran Stanislaw Lem. Un tema clásico de la ciencia ficción, o incluso anterior si nos remontamos a la mitología griega con el gigantesco autómata Talos que protegía Creta, o los toros de bronce de Cólquide, hoy Georgia, a los que se enfrentaron los argonautas en su viaje. De hecho, llevamos siglos imaginando criaturas mecánicas inteligentes, cuyo gran atractivo, salvajismo aparte, era precisamente disponer de una inteligencia inhumana, o no humanoide, y por tanto muy exótica. El gran interés de aquellas narraciones, incluido «Frankenstein», era conocer una inteligencia realmente diferente. Tanto, que buena parte de la ciencia ficción empezó a atribuir a esos monstruos mecánicos un exceso de racionalidad exenta de sentimientos, cantinela repetida en miles de novelas y películas, de modo que el gran peligro de aquella IA precursora, o antecesora, era que tanta razón solo puede provocar catástrofes. Un pensamiento típicamente humano.

Es de la racionalidad de lo que hay que precaverse, no sea que nos aniquile. Y con razón. Al menos, esa era la gran amenaza de la IA antes de que existiese. Ya no, porque ahora que la tenemos en todas partes, y hasta los niños pequeños la usan sin saber qué es, el peligro que denuncian los expertos es que pronto ya no habrá manera de distinguirla de la humana, con las calamitosas consecuencias que ello puede provocar. O que ya está provocando. Resulta que no solo jamás conoceremos una inteligencia no humana, como era mi ilusión, sino que la IA es más humanoide que un robot gigante japonés (mechas, Gundam), y ni siquiera necesita que la piloten, como a un ciborg, niños y niñas con mala salud mental. Es decir, que la IA somos nosotros. Nosotros mismos de pies a cabeza, según medias estadísticas. Réplicas exactas, pero listas, de cualquier capullo arquetípico. Menuda sorpresa, qué decepción. No me extraña que cunda la alarma. Lo repetiré para que les entre en la cabeza. La IA somos todos. Todos nosotros. A que asusta.

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