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El juicio

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La normativa universal del bien y del mal -del bien hacer y del mal hacer- no variaría según el hándicap de la persona en un hipotético juicio divino. Sería la misma para todos. Ningún ser humano quedaría exento de su cumplimiento. Las leyes divinas deben observarse con rigor, sin importar la condición de quien las enfrenta.

Incluso aquellos que no tienen cubiertas las necesidades más básicas -que deambulan trastornados por la jornada en busca de un mendrugo de pan o de un rincón donde dormir- están llamados también a la integridad y a la solidaridad. No se trata de exigir lo mismo a todos, sino de evaluar a cada uno desde su propio contexto. Porque, claro está, el hándicap de quienes viven en la miseria rebaja inevitablemente el peso de su culpa frente a quienes habitan con comodidad. Son mundos diferentes, siendo el mismo planeta.

Debe existir, por tanto, un baremo que nos iguale. De no ser así, Dios caería en la imperfección. La base de datos del Universo -si se me permite esta expresión- no puede conceder prebendas arbitrarias. Todos debemos iniciar este maratón existencial con un punto de equilibrio razonable, por lo que resulta imprescindible tener en cuenta nuestras condiciones terrenales, además de las universales, para que el juicio final sea, en verdad, justo.

Cada persona percibe, siente y experimenta la vida desde un prisma único, irrepetible. Esto nos lleva a una pregunta esencial: ¿si somos tan distintos unos de otros … con qué vara nos mide Dios?

La respuesta es sencilla y a la vez profunda: Dios no nos juzga de forma activa. Es demasiado excelso para reducirse a tales minucias, como bien señalaron Spinoza y otros pensadores que lo ubicaron en otra dimensión, lejana a los asuntos humanos. Sin embargo, el error -el matiz que se les escapa- es pensar que no hay juicio alguno, cuando en realidad todo ha sido diseñado con un automatismo prodigioso.

Desde el origen, Dios dispuso que el juicio estuviera integrado en el propio sistema: un mecanismo sublime, genial, que se activa según la trayectoria vital de cada ser. Basta observar cómo funcionan el cuerpo, la mente, los astros… Todo está regulado con una precisión que no admite improvisaciones. El juicio divino no es un acto externo, sino un proceso interno, continuo, profundamente justo: una evaluación automática que pondera cada acción en función del camino recorrido por quien la ejecuta. Pues no hay balanza más justa que aquella que cada uno lleva en su interior. En suma: el juicio no nos espera, nos acompaña.

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