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Los aparejos del mal

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En 1960, el Mosad llevó a cabo en la Argentina una arriesgada operación de secuestro del líder de las SS Adolf Eichmann, burócrata responsable de la deportación de miles de judíos a los campos de exterminio, que había conseguido establecerse en aquel país, a la sazón refugio privilegiado de jerarcas nazis, tras haber logrado escapar falseando su identidad.

Eichmann fue trasladado en secreto a Israel, donde, un año después, se llevó a cabo el que probablemente fuera el primer juicio televisado de la historia.

En la red se puede seguir el vídeo con los fragmentos más relevantes de la declaración judicial del Standarterführer nazi del que, como señaló en su día Peter Malkin, el agente que lo detuvo, «lo más inquietante es que no era un monstruo, sino un ser humano», alguien que probablemente creía que su paranoica concepción de la obediencia debida le exculpaba de los abominables crímenes contra la humanidad que, con su actuación, colaboró decisivamente a que tuvieran lugar.

Sorprende el tono de su declaración y su contenido, alejado de cualquier exaltación. Eichmann responde sereno como quien ha cometido un delito imprudente de tráfico, asumiendo su papel con algún tímido autorreproche y una sorprendente manifestación de no haber compartido la metodología de la llamada «solución final».

Aquel joven austriaco de rígidas convicciones, criado en los dogmas protestantes y en el radicalismo nacionalista acabó convirtiéndose en uno de los actores principales de aquella maquinaria criminal. La conclusión es la de que, en el adecuado caldo de cultivo, cuando la sociedad se abona a las soluciones extremistas y los ciudadanos tienen que acabar situándose a uno u otro lado, casi cualquiera podría acabar convirtiéndose en un monstruo sanguinario. Los alemanes y los austriacos de los años treinta del siglo pasado no eran distintos al resto de europeos, solo que su sociedad derivó trágicamente hacia valores como el totalitarismo, el racismo y la violencia extrema.

Y hoy, lo que ha cambiado desde entonces es, sobre todo, la metodología, pero el extremismo, el radicalismo religioso o el racismo siguen muy vivos, junto con ideologías tan totalitarias como aquellas del siglo XX.

En la era que se nos está abriendo de la inteligencia artificial, más alucinante cada día, el totalitarismo puede disponer de las herramientas más sofisticadas para alterar la percepción de la realidad por parte de las masas.

En los años 30 y 40 las posibilidades de manipulación se circunscribían a un solo ámbito cultural o nacional. Pero Goebbels sentó entonces unas bases -que el comunismo asumió como propias- que produce escalofríos trasladarlas a un mundo globalizado y con los aparejos de la IA. De las Volksempfänger -radios del pueblo- del nazismo, que resultaron entonces eficaces para la propaganda y domesticación del pueblo germano, estamos pasando a poderosos e hipnóticos medios digitales a través de los cuales lo más extremo es aquello que más posibilidades tiene de enganchar al público, comenzando por el más joven.

Imaginemos la IA en manos del Tercer Reich. O de Corea del Norte, si lo prefieren, por ser más realistas.

Adolf Eichmann fue finalmente condenado a muerte y ahorcado por sus crímenes. Hoy no sé siquiera si hubiera perdido la guerra.

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