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Calumnia, inteligencia artificial y genocidios

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Es una frase conocida: «Calumnia que algo queda». La oíste desde niño. Su significado se te explicó cuando, a tus nueve años, una luminosa maestra de Preparatoria, doña María,    aludió a ella: «Después de un asesinato el peor delito es el de la difamación. Si alguien roba puede arrepentirse y enmendar los hechos, reparando lo sustraído y pagando, incluso, intereses. Pero cuando con una falacia se destroza la existencia de un ser humano, el daño ya es irreparable. Nadie volverá a mirarlo de igual forma». En 2015, el director Joel Edgerton abundaba en esa tesis axiomática cuando cerraba su película «El regalo» con la siguiente frase –y citas de memoria-: «Es asombroso comprobar como alguien puede salir a la calle, lanzar una idea falsa y arruinar la vida de un hombre». Pues eso.

El poder de la calumnia, hace un tiempo, se circunscribía, afortunadamente, a ámbitos muy limitados y cercanos: a patios vecinales, a tabernas, a barriadas. Por lo tanto, su malignidad era acotada. La llegada de WhatsApp y de las redes sociales supuso, desgraciadamente, que cualquier mentira repugnante pudiera sobrepasar esos parajes, desparramarse sin dificultad y llegar, en cuestión de segundos, al otro extremo del lugar en que se formuló la canallada. Y es que el ser humano tiene la extraña capacidad de convertir algo benigno en un arma de destrucción masiva. Los drones constituyen otro ejemplo demoledor: concebidos para localizar a personas o para fotografiar desde ángulos impensables cualquier lugar hermoso, acabaron mudándose en elementos bélicos y devastadores… ¿Y la energía atómica? ¿Se imaginan, por tanto, qué podrá hacer la calumnia con la IA, la extrema fuerza que esta tecnología le conferirá al calumniador? No se extrañe consecuentemente de que una foto suya, en calzoncillos, en la Torre Eiffel, pulule por las mentadas redes sociales, aunque usted jamás haya estado en la Torre Eiffel… Algo de lo que usted –suele suceder con ese tipo de falacias– a lo mejor ni es consciente… Y es un ejemplo benévolo… De ahí que, con lo de la Inteligencia Artificial, debiéramos tal vez de seguir el sensato ejemplo de Einstein, que sostenía que al parirse un nuevo invento sería bueno encerrarlo en un cajón durante unas décadas para calcular, con sabiduría y paciencia, sobre sus posibles consecuencias, sobre si estas serían más positivas que negativas para el ser humano. En caso contrario, el científico defendía que habría que dejar que la nueva criatura durmiera, permanentemente, el sueño de los justos…

La IA, por ejemplo, ha posibilitado recientemente dos casos repugnantes: el vídeo de Trump sobre la virtual detención y encarcelamiento de Obama y el aún más vomitivo que mostraba Gaza convertida en un paradisiaco resort por el que plácidamente paseaba una inhumana ministra israelí cuyo nombre no lamentas desconocer. Unas imágenes que suplían y solapaban a esas otras, desgarradoras, reales, de niños desnutridos a las puertas de la muerte ante la vergonzosa despreocupación e inacción de una Europa envejecida que solo sabe mirarse el ombligo. Se podrá alegar que el Mal no procede de la Inteligencia Artificial, sino del corazón del ser humano. Pero a eso se podrá alegar siempre que a la maldad no conviene darle alas y mucho menos instrumentos de aterradora efectividad.

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