Vivimos más que nunca. La esperanza de vida se estira como un chicle, pero la cuestión profunda no está en el número de velas que soplamos, sino en la intensidad de cada día vivido. No se trata de añadir años a la vida, sino de añadir vida a los años.
Ramón Tamames, en el cuarto acto de su reciente libro «Pentagonía, acto final» reflexiona sobre la vejez, la longevidad y el paso del tiempo. Parte de una pregunta sencilla pero inquietante: ¿hasta dónde puede prolongarse la vida humana y con qué sentido? Utiliza datos demográficos para explorar hasta dónde puede prolongarse la vida y qué implicaciones éticas y sociales conlleva, reflexiona sobre esto desde la serenidad de quien ha recorrido casi un siglo sin perder curiosidad. Me parece que toca una fibra esencial: la vejez no es solo una cifra; es, sobre todo, una actitud.
EFECTIVAMENTE HAY QUIEN, con 40 años, se instala en la resignación, y quien con 90 sigue preguntándose por el sentido de las cosas. La edad del cuerpo no siempre coincide con la edad del espíritu. Es una actitud y hay que trabajarla.
Estoy leyendo un libro de una autora americana, Maddy Dychtwald, dirigido a las mujeres que ya pasamos el medio siglo. Un libro que proporciona recetas para aceptar el paso de los años y demuestra, con ejemplos de mujeres reales, cómo muchas han empezado a sus 60 o 70 años aventuras vitales de éxito.
Pensemos en ejemplos que derriban prejuicios. Pablo Picasso, con más de 90 años, seguía levantándose cada día para pintar. Joaquín Salvador Lavado (Quino, el creador de Mafalda), conservó su agudeza humorística y crítica hasta bien entrada la octava década de su vida. Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Medicina, continuó trabajando en su laboratorio hasta cumplir los 100 años. Hoy mismo, a sus 90, vemos a la etóloga Jane Goodall, la gran amiga de los primates, recorriendo el mundo para hablar de sostenibilidad y respeto a la vida. Y, entre quienes, con una larga trayectoria vital, siguen plenamente activos, encontramos a Maruja Torres, Raphael, Lola Herrera, Anthony Hopkins, Clint Eastwood, Mick Jagger… y también a Ramón Tamames, que, a sus 91 años, continúa escribiendo, debatiendo y abriendo horizontes intelectuales.
TODOS ELLOS COMPARTEN ALGO: la pasión por aprender y aportar, la inquietud constante, la convicción de que mientras haya preguntas que hacerse y cosas por descubrir, las personas siguen vivas de verdad.
Envejecer con dignidad no significa aferrarse al pasado, sino seguir cultivando la curiosidad. Significa leer con hambre de ideas nuevas, conversar con quienes piensan distinto, salir a la calle aunque cueste, mirar un árbol y preguntarse cómo florece. Significa no dar por sentado que ya está todo dicho o visto.
Quizá esa sea la enseñanza más profunda de Tamames: el tiempo que ganamos a la muerte hay que ganarlo también a la apatía. La longevidad, sin pasión, se vuelve rutina; con pasión, se convierte en un regalo.
El secreto no reside en los años que acumula el cuerpo, sino en la luz que cada uno mantiene encendida por dentro. La vejez, más que un destino, es una actitud… y esa, afortunadamente, no caduca jamás.
AL MISMO TIEMPO, la sociedad debe reconocer y respetar el derecho de las personas mayores a seguir activas y presentes. El edadismo —esa discriminación silenciosa basada en la edad— es inaceptable. Quien ha vivido mucho no solo guarda una relación íntima consigo mismo, con sus recuerdos y aprendizajes, sino también con la comunidad, a la que puede ofrecer la sabiduría y la perspectiva que solo otorgan los años. Y esa aportación, lejos de ser anecdótica, es un bien incalculable para todos.