Se hace complicado encontrar a un empresario de la industria hotelera o de la restauración que admita sin dobleces un buen resultado en la caja de su negocio durante la temporada o en el balance final. Siempre hay argumentos que suenan rotundos pero inapelables, en ocasiones, porque coinciden con la impresión general en una época de crisis, por ejemplo.
Cuando la situación se da a la inversa, sin embargo, y las habitaciones, las terrazas y los interiores de los locales se suceden en ocupaciones de máximos, la coyuntura general encuentra matices para amortiguar la sensación de que la temporada ha sido buena no, buenísima.
«Hay menos turistas, se aprecia en la calle», o al contrario, «ha venido mucha gente pero salen poco del hotel porque tienen bebida y comida incluidas», o incluso, «no es que esté siendo una mala temporada pero estamos muy lejos de lo que se preveía». Son todas ellas afirmaciones frecuentes del empresariado que, es cierto, pelea año a año por mantener el negocio y los puestos de trabajo a pesar del continuo cambio normativo, asimilar el aumento del salario base, los descansos y la revisión de los convenios.
El reflejo de este camino de obstáculos para la patronal recae en el consumidor medio, y especialmente, en los residentes en la Isla a los que se aparta de salidas que serían más periódicas si los precios de bares y restaurantes no experimentaran un crecimiento desajustado al del poder adquisitivo de la mayoría.
Un restaurador podrá quejarse porque no llena dos veces su terraza como hacía antaño, o porque el turista prescinde de los entrantes o del vino, y seguro que tendrá razón porque su cuenta de beneficios será inferior a la de otros años. Pero si persiste en cobrar tres euros por tres panecillos o 3,80 por un botellín de agua, digamos que no contribuye en absoluto a que el gasto sea mayor. Lo que consigue es que el dispendio desaparezca porque quien se marcha indignado de un restaurante por lo que ha pagado, no vuelve. Y en invierno no hay turistas.