Hace décadas que cada año miles de estadounidenses deciden abandonar su país para radicarse en algún sitio más barato -y con un clima más benigno- cuando se jubilan. Les llaman expatriados y a veces forman comunidades en regiones remotas del planeta, donde se calzan una camisa hawaiana, gafas de sol, chancletas y a vivir como marajás. Auguro que pronto replicaremos este mismo sistema en la vieja Europa, pero no para huir de un clima extremo, sino para poder continuar con el mismo nivel de vida al concluir nuestra etapa laboral.
Tras la humillante bajada de pantalones de Ursula von der Leyen ante la fuerza imparable de Donald Trump -¿qué clase de amenazas, chantajes o dádivas habrá utilizado para comprar su voluntad como la de una muñeca inerte?- los ciudadanos de la UE van a ver como aquello a lo que estaban acostumbrados se diluye poco a poco. El aviso a navegantes lo dio el otro día Francia, que pretende congelar pensiones, eliminar funcionariado y recortar miles de millones del estado del bienestar para dedicarse a comprarle armas, también a Estados Unidos. Detrás irá el resto de los países.
Adiós a las comodidades que apenas hemos catado en España y hola al cinturón apretado y a ir desprendiéndonos de las creencias que dábamos por ciertas: no tendrás una pensión que te permita vivir con dignidad, no habrá un ejército de empleados públicos para darte servicio, los salarios seguirán siendo los mismos de 1990 y el coste de la vida se encumbrará a los cielos porque hay que comprarle el gas y el petróleo al país más caro del mundo. Bienvenidos al infierno. Y eso solo si hablamos de economía. Porque lo otro, el horizonte en el que Europa y Rusia van a la guerra en 2029, ya es otro cantar.