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Para la política no sirve cualquiera

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Cuando se trata de buscar al candidato óptimo para ocupar un puesto de relumbrón en una gran empresa, los responsables de recursos humanos trazan un perfil que contempla todas las variantes deseables y luego tratan de ver plasmados esos rasgos en los individuos que se postulan o que son analizados como talentosos por los éxitos que alcanzan entre la competencia. ¿Alguien imagina que entre nosotros se lleva a cabo semejante proceso de selección para determinar a quién se colocará al frente de los partidos políticos más relevantes?

Nada que ver. Llegará a la cima la persona a quien le toque por carambola (tal vez porque se halla frente al sillón que de repente quedó vacío); el que cuenta con el apoyo de sectores o personajes decisivos dentro de la formación; el que ha sabido jugar sus bazas, mostrando habilidades antes que conocimientos y relegando a quienes podían hacerle sombra; el que recibe el espaldarazo más rotundo, a falta de buenos; el que está dotado de un atractivo personal, en línea con el «sex appeal» que cada época glorifica… A partir de ahí el incienso se elevará ante el líder y la nube que le envuelva dotará su figura de un barniz que tapará sus defectos y realzará su hechura, aunque al escarbar un poco se descubrirán las carencias que esconde. En el interior de las organizaciones políticas los criterios dominantes son «la lealtad al partido, capacidad de conspiración, búsqueda de alianzas, filias, fobias, afinidades doctrinales y otras consideraciones», precisamente las que sustituyen a la racionalidad, como apunta Pérez Velasco en su ensayo sobre liderazgo y personalidad en los partidos políticos (2014: 14).

¿Es justo que así sea? Este comportamiento que los ciudadanos consentimos, ¿no está revelando un escaso aprecio a lo que cabría esperar en la configuración de los partidos y un endiosamiento de estos? Es lo que parece. Peor, un relegamiento de lo público a un segundo plano, como si no importara lo que ocurre en las alturas, con tal de que nos dejen tranquilos, que suban sueldos y pensiones, que aumenten los subsidios y que se pongan a tiro unas cabezas de turco para achacarles todos los desastres que sobrevienen, los que no han sabido prevenir ni son capaces de paliar. Nos importa poco el robustecimiento de la democracia y mostramos un menguado entusiasmo en su progreso. Aunque son los menos, hay políticos entregados y bien intencionados, sí.

Parece que político puede ser cualquiera y que no se necesitan dotes especiales para ocupar esos elevados puestos, los que requieren cualidades específicas y sacrificios sofocantes en ocasiones. El citado autor anota que «una política de selección de líderes que fuese más allá de los simples criterios doctrinales, o de la pertenencia a ciertas tendencias o sensibilidades ideológicas internas, neutralizando los núcleos de interés de ciertas élites endogámicas, introduciría un criterio de racionalidad que beneficiaría a la forma de ser y hacer política». Ese sería un planteamiento serio y eficaz, que estamos lejos de alcanzar, «porque eso supondría una revolución interna que estas organizaciones no parecen estar dispuestas a aplicar» (p. 226). Si no quieren, porque no conviene a sus líderes entrar por este camino, ¿qué nos queda? Pues, seguir asistiendo al deterioro de un sistema inigualable y lamentarnos luego de los males que se deriven.

Para no ponernos demasiado serios podemos cantar con Antonio Machín y María Dolores Pradera: «No quiero arrepentirme después, de lo que pudo haber sido y no fue». Algo parecido escribió Jorge Luis Borges: «¿Dónde estará mi vida, lo que pudo haber sido y no fue...?». ¿Quién sabe? Serán oportunidades perdidas para siempre.

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