Venecia es, probablemente, el lugar más hermoso del mundo. O lo ha sido. Porque desde hace unos años recibe veinte millones de visitantes y se ha vuelto un poco irrespirable, a pesar de que los canales ya no huelen a cloaca y muchas de las edificaciones decadentes de antaño ya se han restaurado. Las autoridades locales, alarmadas por la invasión imparable de turistas, han implementado algunas soluciones que no han solucionado nada. Prohibieron el acceso de cruceros al centro de la ciudad y pusieron una tasa a quienes la visitan sin pasar al menos una noche allí. Ahora los cruceristas bajan del barco un poco más lejos y se trasladan a San Marcos por otros medios y los excursionistas pagan religiosamente la tarifa porque, hay que reconocerlo, Venecia vale mucho más que cinco o diez euros. Habría que implantar pases de mil euros para notar que baja el número de interesados en recorrer este lugar único.
Pero hay otro problema asociado al turismo: más allá de la saturación extrema, los comerciantes locales se quejan de que los visitantes no gastan un duro. Caminan deprisa de aquí para allá, tras la estela del guía, suben a una góndola para hacerse la foto típica y toman el vaporetto para acercarse a otros barrios. Pero no se detienen ante los escaparates, no compran, no gastan. Y eso hará que la ciudad se desangre un poco más. Desde hace treinta años, coincidiendo con la explosión del turismo masivo y el auge del low cost Venecia ha perdido población a un ritmo vertiginoso. De 175.000 ha pasado a menos de cincuenta mil habitantes. Porque se ha convertido en un decorado, un lugar inhabitable, incómodo, sin vida. Tomemos nota. También nosotros vamos hacia los veinte millones de turistas.