Le escuché una vez a un reputado filósofo decir que estaba mucho más orgulloso de lo que había leído que de lo que había escrito y, salvando las distancias, a mí me pasa algo parecido. Después de miles de artículos, la inmensa mayoría en «Es Diari», algunos en «El País», y más de media docena de libros, suelo sentir cierto sofoco cuando releo alguna de esas aportaciones, por su escasa enjundia. Otras veces al revisar alguna de ellas suelo musitar uno de estos autoindulgentes psché, este no está tan mal. «Tener algo que decir y decirlo bien», es la clave, me digo rememorando un seminario sobre periodismo que impartimos Bosco Marquès, Juan Luis Hernández y el abajo firmante en el Ateneo…
Pero, a estas alturas, y entre la danza de currículums, aranceles y andanzas de cerdanes y montoros ¿tengo realmente algo que decir ¿y sabría decirlo sin repetirme después de tantos años dando la tabarra? Con rigor y humor sería otra premisa, pero no es fácil tomarse a chacota el devenir de la era Trump, aunque en verano el tono crítico suele aligerarse. Incluso los trumpistas locales parecen más calmados y me preguntan por mi pelambrera torácico-dorsal, en vez de cuándo le empezará el rigor mortis al presidente del Gobierno que es lo que esperan con llamativa ansiedad.
Pero convengamos en que ya he tenido la idea. Por ejemplo, me gustaría contar el periplo sentimental del escribidor desde que pulsa el «enviar» del teclado, y el artículo deja de ser tuyo, mientras avistas un mar turbulento de reacciones. El usufructuario de un tórax peludo como el mío debería tener la determinación de agarrar la Verdad por los cataplines (con mayúsculas, en boca de los patriotas que lo tienen todo clarísimo) y restregarla por la cara de los no convencidos, sin hacer caso del dictamen de Antonio Machado «¿Tu verdad?, no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela». En fin, que me estoy saliendo de los parámetros del articulismo agosteño y no era mi intención.
Lo que pretendía es meterme en las tripas del opinador (no profesional, pero sí contumaz) a partir de la pulsación del «enviar» del artículo al director del periódico. Decía que entonces ya deja de ser tu artículo y no cabe esperar más que su publicación. El día de marras, lo primero que miras cuando abres «Es Diari» es si has cometido alguna errata grosera, especialmente de tipo ortográfico, una repetición indeseada, algún adjetivo de más, alguna castellanada del tipo «¿Ustedes que gritan por la mañana?», en referencia a la legendaria pregunta formulada en un hotel madrileño por la esposa de un popular político menorquín, que en realidad quería saber si «llamaban» por la mañana para despertar a la clientela…
Después viene la fase de los antaño llamados «duendes de imprenta», la búsqueda de errores atribuibles a la confección del periódico. En este capítulo es mítica la metida de pata (hablamos de la época del nacionalcatolicismo más rancio y de las linotipias más complicadas) de un operario de «Es Diari» que se equivocó en la selección de una sola letra con tan mala fortuna de coincidir el error con el día de la Purísima Concepción, con lo que el cambio de «Purísima» por un sonoro exabrupto quedó de lo más escandaloso… Cuenta la leyenda que el infortunado operario acabó con sus huesos en Comisaría…
El otro día (sábado 2 de agosto) en mi artículo «Un tipo raro» me tocó la china con el salto a la nube de todas las cursivas que, sobre todo, suelo utilizar (quizá demasiado, lo sé), para enfatizar un doble sentido, una ironía, un modismo autóctono, que también se evaporó alguno. Uno de los saltos me resultó especialmente chirriante porque la cursiva era imprescindible para resaltar la sutil ironía del escritor Mark Twain al desmentir la noticia de su propia muerte que había propalado un periódico de raigambre.
«La noticia de mi muerte es exagerada», escribió. Otros le atribuyen el calificativo de prematura, que me parece incluso más ingenioso. En ambos casos, las cursivas eran imprescindibles. Snif.
PS.-1 ¡Cuánto duele la marcha de Ignasi Mascaró! Irónico, bienhumorado, preñado siempre de alta cultura, nos relacionábamos esporádicamente vía correo electrónico y en el teclado quedaba siempre, indeleble, su taimada sonrisa.
PS.-2 La última fase del articulista es el de la posible repercusión de su escrito. A veces te reconforta algún comentario. Gracias por el tuyo, Isabel.