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Basura en la arena

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Me gusta llegar temprano, antes de que la playa se llene, y caminar descalza por la línea que dibujan las olas. Es un instante frágil, como una página en blanco, que dura poco.

A media mañana, el paisaje cambia. Las sombrillas se clavan como lanzas de colores, las neveras se abren, las bolsas crujen, las botellas giran bajo el sol. El murmullo del mar queda sepultado risas altas, música que nadie ha pedido escuchar, conversaciones que se deshacen como espuma. Y entre todo eso, los restos de un festín improvisado: latas, vasos, plásticos.

Hace unos días, un amigo que trabaja en un hotel me lo contaba con un cansancio que no era solo físico. Él conoce la otra cara del turismo, la que empieza cuando el visitante ya se ha marchado y deja tras de sí un campo de batalla. Me hablaba de habitaciones imposibles de limpiar: toallas tiradas, colillas escondidas en los cajones, manchas que se resisten. «No es suciedad», decía, «es una manera de estar en el mundo. De usarlo sin querer conocerlo».

Al escucharle, recordaba la playa un lunes por la mañana, después de un domingo de verano. La arena moteada de trozos de vidrio, bolsas flotando como medusas, papeles arrugados que se enredaban en las rocas. Dejar basura en la arena es olvidar que esa arena no es nuestra, que pertenece a quienes vendrán después. Es un acto de ceguera hacia los que aún no han nacido, hacia la posibilidad de que la belleza siga existiendo.

Quizá todo empiece en cómo miramos los lugares que visitamos. Hay quienes viajan para atesorar recuerdos, y hay quienes viajan para consumirlos. Para estos últimos, la playa es solo un decorado que se desmonta al final del día. El hotel, una habitación prestada donde no habitar, sino pasar.

Mi amigo me contaba que, a veces, cuando entra en una habitación destrozada, piensa en quién habrá dormido allí. Se pregunta si esas personas también serán capaces de dejar su propia casa así. Sospecha que no. Que el problema no es la falta de hábitos, sino de respeto: un cierto desprecio hacia lo que no se siente propio.

Las playas y las habitaciones de hotel comparten esa condición de espacio compartido. Son lugares que dependen de la delicadeza de quien los usa. Y quizá eso sea lo que más duela: comprobar cuántos ignoran que lo común solo se preserva con cuidado.

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