Dejamos de ser nosotros, los de siempre, aquellos que ansiábamos la Navidad y dormíamos a pierna suelta sin interrupciones y envueltos en nuestro edredón como rollitos de primavera. Dejamos de serlo porque una gran mayoría de nosotros nos endeudamos, pedimos un crédito para pagarnos esas vacaciones más necesarias que soñadas, aunque sabemos que hay otros agujeros que tapar quizás más urgentes y a los que nos enfrentamos día a día.
Pero a pesar de eso es comprensible nuestro vital deseo de escapar del cemento que nos rodea, del trabajo, de la esclavitud del horario para ir en busca de esa playa, de ese pueblecito semiperdido entre montañas, aunque sabemos que la escapada va a ser corta porque no llega para más y lo que nos espera al regreso es el reencuentro con nuestra realidad cotidiana, esa rutina que aceptamos a regañadientes porque de ella sale nuestro pan de cada día.
Porque no somos como esos guiris que se queman al sol para regresar a sus países rojos como langostinos con el solo deseo de dar envidia a sus desteñidos compañeros de oficina. Nuestras vacaciones se limitan a ponernos algo morenos, colocarnos bajo la copa de un pino, buena comida, colgar la tumbona y pegarnos una siesta de padre y muy señor mío, porque las siestas sudadas también son un capítulo sagrado de nuestras vacaciones.