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Laicismo vs Laicidad

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Entre la manía política de convertir en combustible cualquier materia susceptible de alimentar la propia bronca y el absurdo adanismo que permite revisar los asuntos más delicados a la luz de las pocas luces de nuestros nuevos moralistas, nos vamos a ver obligados a revisar conceptos que parecían perfectamente resueltos y cuyo debate, regulación y marco normativo costó esfuerzos enormes a mentes bastante más capacitadas que las de nuestros barandas actuales.

Como ha quedado demostrado recientemente en Jumilla y con motivo del innombrable asunto de la inmigración, nos veremos este invierno dándole vueltas otra vez a la tormentosa rueda de la libertad de conciencia y religión. ¡Ay de aquel que crea que el tema había quedado resuelto y consagrado en las constituciones avanzadas de los estados modernos! Todo debate, por caduco que parezca, es susceptible de reiniciarse en los tiempos que corren y este en particular, por su enjundia ideológica, tiene todas las cartas para alcanzar un protagonismo sonado.

Para llegar a nuestro ordenamiento actual, en el que en nuestra Constitución «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley», se ha recorrido un largo camino que ha ido informando nuestras cartas magnas desde aquel artículo 12 de la Constitución de 1812 «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la Católica, Apostólica y Romana, única y verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra» casi siempre en un sentido liberalizador y aperturista.

La relación entre iglesia y estado permite una catalogación de las naciones que va desde el «estado ateo», donde se trata de eliminar como nocivo el fenómeno religioso (China, Corea o Cuba); pasa por el «estado laico» religiosamente neutral que no se identifica con ninguna creencia ni participa en su financiación (EEUU o Francia); el «no confesional» que otorga igual reconocimiento y contribución financiera a todas las iglesias reconocidas (Alemania o Italia); el «confesional» que se identifica con una religión dominante a la que reconoce un papel oficial (Reino Unido o Dinamarca); y llega al «estado teocrático» en el que se imponen las creencias y se persiguen las disidencias (Arabia Saudí o Irán).

La tolerancia y el respeto hacia las creencias particulares y privadas de sus ciudadanos en los estados laicos constituye, pues, una importantísima señal de reconocimiento de las libertades de estos, dejando en manos de sus propias conciencias asuntos que los otros se permiten condenar o imponer. Entre estos países laicos se diferencia entre aquellos que propugnan la laicidad y los que practican el laicismo. La primera consiste en la completa neutralidad e indiferencia de la administración en materia espiritual, en el laicismo, sin embargo, la administración se implica mediante una calculada hostilidad que muestra su preferencia por la ciencia, la razón y el progreso como referentes humanistas.

2 MÁS ALLÁ de la reciente imposición del cientifismo como una nueva religión dogmática o de la voluntad masoquista europea que ha decidido revisar a la baja todos sus grandes logros, debemos prepararnos para enfrentar en serio, y con el rigor con que lo hicieron nuestros antecesores, un debate fundamental para la conservación de nuestras libertades públicas. No podemos recomenzar a cuestionar nuestro modelo, complejo y largamente elaborado, al calor de unos pequeños mandatos sobre utilización de polideportivos en pueblos dejados de la mano de Dios. No podemos utilizar la libertad de conciencia como arma arrojadiza en un debate sobre algo tan distinto como inmigración. No debemos empezar de cero diciéndonos simplezas y evidencias que todos sabemos como el socorrido argumento de que todos somos seres humanos.

Diferenciaban los antiguos griegos tres conceptos que traducimos como pueblo: «Ethnos», pueblo como unidad o como tribu; «Demos», pueblo como nación en cuanto a organización política; y «Laos» como pueblo en cuanto multitud indiferenciada. No olvidemos que estos temas, aparte de poder resultar sagrados para los pueblos, son fundamentales para su libertad.

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