En el ámbito de comunicación, la publicidad ha encontrado muchas formas de captar nuestra atención. Una de las más efectivas —y cuestionables— es la publicidad del miedo. Se trata de presentar una amenaza, real o exagerada, para inducir al consumidor a actuar de forma impulsiva: comprar, suscribirse, acudir, consumir. El miedo, ancestral y poderoso, se convierte así en herramienta de persuasión. En el ámbito tecnológico, es común ver anuncios que apelan al temor de ser espiados. «Tus datos están en peligro», «alguien te observa», «tu ordenador está infectado» son frases que buscan generar ansiedad para vender antivirus o servicios de protección digital. Y sí, vivimos en una era donde la privacidad está en riesgo, pero usar ese hecho como subterfugio emocional para captar clientes es éticamente dudoso. En el terreno de la salud, algunos profesionales —o más bien, ciertas prácticas comerciales dentro del sector— recurren a diagnósticos exagerados para justificar tratamientos costosos. Frases como «vas a tener un ictus», «te vas a quedar patitieso», «esto puede ser cáncer» se utilizan para acelerar decisiones médicas. Sabemos que todos corremos riesgos, pero convertir el miedo en moneda de cambio para aumentar visitas o recetar medicamentos caros es una distorsión del deber médico.
Los pasillos de los supermercados están llenos de productos que prometen salud a cambio de vitaminas añadidas o fórmulas mágicas. Yogures que «reducen el colesterol», cereales que «refuerzan el sistema inmunológico», bebidas que «mejoran la memoria». La ciencia detrás de estas afirmaciones suele ser débil, pero el miedo a enfermar o a no estar «en forma» empuja al consumidor a llenar el carrito. No es raro encontrar comerciantes que aseguran que sus productos curan el cáncer, hacen crecer el pelo a los calvos o rejuvenecen décadas en semanas. Estas promesas, además de fraudulentas, juegan con la desesperación de quienes buscan soluciones reales. El miedo a la enfermedad, a la vejez, a la pérdida, se convierte en un mercado lucrativo. La publicidad del miedo no es nueva, pero en tiempos de sobreinformación y ansiedad colectiva, su impacto se multiplica. Informar sobre riesgos es necesario. Manipularlos para vender, no. El consumidor merece respeto, no alarmismo. Y los medios, responsabilidad, no sensacionalismo. Porque el miedo puede ser útil para sobrevivir, pero no debería ser el motor que nos lleva al supermercado, al médico o al botón de «comprar ahora».