Cuando la bandera palestina ondeaba junto a la de Sant Bartomeu en la fachada de la rectoría de la iglesia de Ferreries, lo hacía a modo de símbolo, como si fuera un grito de humanidad, un gesto de memoria y una invitación urgente a no mirar hacia otro lado. Ese símbolo ha sido arrancado y el párroco Joan Febrer se ha dirigido con valentía a quien se ha atrevido a callar ese grito: «Si es para colgarla en tu balcón y escuchar el llanto de los que lloran, no me sabe mal que te la hayas llevado».
Febrer había alzado la voz en medio del silencio, porque expresaba el sacerdote en un mensaje, «ante esto no podemos ser neutrales». Gaza, una franja de 360 kilómetros cuadrados, se ha convertido en una trampa mortal para casi dos millones de personas. Más de 60.000 vidas han sido segadas, entre ellas las de 15.000 menores. Los supervivientes resisten sin comida, sin medicinas, entre el polvo y los escombros de lo que alguna vez fue una ciudad, hoy reducida a ruinas que parecen sacadas de una civilización perdida. Miles de familias viven sitiadas por el hambre y la guerra, mientras la muerte es el horizonte cotidiano en un territorio que es más o menos la mitad de Menorca.
¿A quién le puede incomodar tanto que se reconozca el sufrimiento ajeno? Cada ventana, cada balcón con la bandera palestina es un gesto de solidaridad con quienes tienen tanto derecho a la vida como nosotros. No es una provocación, es una declaración de humanidad. Un recordatorio de que la indiferencia mata y que nuestra voz puede quebrar el muro del silencio. No es un gesto vacío, sino un acto consciente y responsable. Alzar la voz, cuando otros callan, es una forma de construir solidaridad, de defender la dignidad humana allí donde se tambalea. No hagamos del olvido nuestra trinchera. Que el silencio que algunos quieren imponer sea el motivo para alzar la voz con más fuerza.