No hay guerra que no deje un reguero de muertes entre los periodistas. Es lo esperable, porque los proyectiles trotan en todas las direcciones y buscan dar en el blanco, que en la mayoría de las ocasiones se centran en los enemigos, pero a veces toman el camino equivocado y dañan a los camaradas. O simplemente descoyuntan a los que pasaban por allí, que se encontraban en un lugar peligroso. De ellos, algunos se acercaron en razón de su oficio, pues necesitaban verlo para contarlo después (sobre todo fotógrafos y cámaras, que no pueden trabajar desde el bar de un hotel cercano). Y esa exigencia profesional la pagaron con su vida.
Ya conocemos el viejo refrán: «El que no quiera polvo, que no vaya a la era». Pero, ¿cómo llegarán las noticias a los lectores o espectadores, si no se colocan en la primera fila del conflicto? Es una tarea imprescindible que se aborda desde que surgieron los primeros periódicos, porque enterarse de este tipo de informaciones se considera materia de primera necesidad. Las consecuencias no se hicieron esperar y demasiado sabemos que miles de periodistas pagaron con su vida el afán de cumplir con su misión.
El caso es que los últimos veinte años han sido fatídicos para quienes optaron por realizar este trabajo en los frentes de guerra. Una media de ochenta reporteros ha desaparecido anualmente en ese tiempo, por causa de las balas traicioneras: si hasta el presente países como México, Irak o Siria alcanzaban las cotas más elevadas, ahora hay que sumar Rusia y Ucrania, pero sobre todo Palestina. De esta manera han sido asesinados más periodistas que quienes lo sufrieron en la suma de la primera y segunda guerra mundial, los conflictos del sudeste asiático, Yugoslavia o Afganistán.
Es evidente que Israel ha emprendido una delirante persecución contra cualquier periodista que se proponga informar honradamente sobre lo que acontece en el territorio ocupado. Uno detrás de otro (casi doscientos cincuenta) han recibido el plomo que hace callar para siempre, en un afán cuestionable de que el mundo no se entere de lo que está sucediendo en aquella tierra. Como si eso fuera posible, como si no hubiera miles de orificios por los que se cuelan las cámaras para documentar el horror que se está viviendo. Lo dificultarán, lo complicarán, meterán el miedo en el cuerpo a quienes se arriesgan a situarse en el centro de la brutalidad y la ignominia, pero quién puede pensar a estas alturas que pasará desapercibido lo que está ocurriendo allí desde hace un par de años. Y de hecho no han logrado acallar las muertes, la destrucción, la hambruna, la desnutrición que se ceba en los niños, los tiros a quienes se acercan a recoger comida.
Somos muchos los que nos preguntamos si el mundo puede seguir contemplando con los brazos cruzados el hostigamiento que se está produciendo sobre el pueblo palestino. Y apenas hay respuestas aceptables ante tanta desolación, si dejamos de lado la amargura y el desaliento. Ni siquiera resultan decisivas las medidas que han tomado algunos gobiernos de enfrentarse con el mando israelí, porque no están dando resultados visibles. Si ellos no pueden conseguir nada, menos podremos lograrlo las personas corrientes.
Como ciudadano, como periodista, no puedo sino deplorar estas salvajes agresiones. Sólo demuestran la saña y la intencionalidad de quien pretende acallar las voces críticas que se levantan en medio mundo. Pero que no se empeñen, a la larga no servirá de nada, como tampoco sirvió ocultar el horrendo holocausto por parte del nazismo.