La última semana de agosto ha sido aciaga para el mundo de la cultura, en pocos días fallecieron el actor Eusebio Poncela, el cantante Manuel de la Calva, del mítico Dúo Dinamico y la actriz Verónica Echegui, a la que hemos vuelto a ver, gracias a las reposiciones que han hecho algunas cadenas de la película de 2006 de Bigas Luna, en uno de los papeles que impulsó su carrera, la Juani. Esta última despedida, la de Echegui, ha sido la que más ha sorprendido, por la juventud de la actriz madrileña, nacida en 1983, y porque nada había trascendido de su grave estado de salud al gran público.
Ella misma llevó su enfermedad, un cáncer, con la máxima discreción y pidió a sus allegados que hicieran lo mismo, respetando su deseo de privacidad, por lo que algunos compañeros de profesión no sabían de su gravedad, y mucho menos quienes solo la conocíamos a través de la pantalla. Eso ha dado que hablar y me pregunto qué hay de raro en ello. Nos hemos acostumbrado tanto a fotografiar, grabar y mostrar, algunos claramente a exhibir, cualquier aspecto de nuestra vida, bueno o malo, importante o intrascendente, que cuando alguien decide no hacerlo causa extrañeza.
En el caso de algunos males se ha pasado prácticamente del tabú, de cuando se designaban con el eufemismo de «una larga y penosa enfermedad» en lugar de señalar alto y claro el diagnóstico –haciendo que un padecimiento fuera doble, casi vergonzante, como si alguien tuviera culpa de un destino al que nadie escapa–, a hablar de ello en público sin ningún reparo. Pero el hecho de normalizarlo, y que para algunos eso resulte liberador, no lo convierte ni mucho menos en algo obligado, de hecho la salud es un dato muy sensible a proteger.
Parece que impera la necesidad de contar, pero hay quien prefiere callar y guardarse sus experiencias, no dar carnaza al cotilleo, y es igualmente respetable.