El domingo una flotilla formada por una treintena de barquitos se hizo a la mar desde Barcelona en una gigantesca operación de márketing oenegero para centrar la atención del mundo en el hambre, la muerte y la desgracia que persigue a los gazatíes desde que hace casi dos años sus dirigentes decidieron declarar abiertamente la guerra a la vecina Israel asesinando, violando, descuartizando y secuestrando a más de mil personas inocentes. El conflicto, todo el mundo lo sabe, es antiguo, profundo y complejo.
Tanto que están involucrados todos los países de Oriente Próximo -un polvorín desde los albores de la historia- y sus distintos aliados occidentales, desde Estados Unidos a Rusia. Nadie que no haya leído y estudiado el pasado desde los tiempos del Génesis bíblico podrá comprender lo que se cuece allí. Y eso de estudiar no está de moda. Por eso resulta decepcionante escuchar opiniones y proclamas completamente pueriles y manipuladas sobre la situación. ¿Desde el punto de vista humanitario es una catástrofe terrible? Por supuesto. ¿Desde el punto de vista político hay algo que hacer? Un poquito. ¿Desde la economía puede presentarse una solución favorable a todas las partes? Quizá.
Por eso que doscientas personas se embarquen en txalupas y amenacen al gobierno de Benjamin Netanyahu con cruzar el Mediterráneo para entregar paquetes de galletas a los palestinos es una idea ridícula. No tiene otro calificativo. Solo son moscas cojoneras junto a la oreja de un dirigente férreo, ya condenado por la historia, que no cejará porque en ello le va la vida. Y porque a su espalda trapichean con los futuros beneficios las entidades más poderosas de la Tierra. Los gazatíes no pueden hacer otra cosa que rendirse.