Algunos recordarán -no todos, porque somos propensos al olvido- el durísimo golpe que nos propinó un virus traicionero, que a punto estuvo de acabar con media humanidad. En otros tiempos le hubiéramos hecho frente con rituales mágicos o con plegarias y ofrendas. A estas alturas, cuando las creencias religiosas se desvanecen, nos limitábamos a pregonar que el confinamiento iba a proporcionar un cambio radical en nuestros comportamientos o en el enfoque vital. En adelante ya no seríamos los mismos, porque esa experiencia nos iba a transformar de forma radical: íbamos a mejorar, sin lugar a dudas. ¿Es necesario que detallemos dónde han ido a parar esos propósitos bienintencionados? ¿Se toman medidas personales preventivas, se invierte en atención primaria y en investigar las enfermedades que pululan en el mundo animal, acepta vacunarse toda la población, ha mejorado la atención higiénica y sanitaria en las residencias para mayores?
Hace diez meses se produjo una furiosa inundación en los pueblos lindantes con la capital valenciana, que acabó con la vida de más de doscientos vecinos. Pasa el tiempo y las compensaciones por los daños sobrevenidos están lejos de ser sufragados en la medida anunciada y que los perjudicados consideran justas. Pasarán años hasta que se recupere el equilibrio entre los bienes de que se gozaba y la situación deseable, que no es el lujo, sino la propia de la dignidad inherente a los seres humanos. Eso en lo que respecta a las necesidades personales, porque no menos prisa corren los servicios públicos y el atender a las condiciones insanas que hicieron posible el que rebosaran los cauces y se anegaran impetuosamente campos y pueblos. No es la primera inundación que se registra por aquellos contornos y, ante la parsimonia con que se atienden las causas estructurales no es difícil pronosticar que no será la última.
Y así llegamos a las calamidades presentes, que repiten siniestros de sobra conocidos, aunque en esta oportunidad superan en mucho a lo que estábamos acostumbrados. Los incendios de este verano han tomado unas proporciones desusadas, con su corolario de pérdidas humanas, destrucción de aldeas, quiebra de medios de vida, gastos muy cuantiosos y amargura incomparable entre quienes se han visto afligidos por el infortunio. Antes de que se apaguen las brasas ya se está proclamando un reparto de fastuosas ayudas a los afectados, pero pueden tener la seguridad de que tardarán en verlas y, desde luego, nunca en la medida de lo insinuado, incluso de lo prometido.
Otra cuestión no menos peliaguda es la de las responsabilidades, que no son fáciles de dirimir y cuya fijación, con la asignación de cantidades, puede tardar años y años, los suficientes como para que el efecto disuasorio que se pretendía haya quedado en nada. Los que se hallan a la espera fallecerán entretanto, verán cómo se les va agotando la paciencia, se apartarán del procedimiento porque el cansancio les vence o porque les supone un desembolso económico para el que no encuentran justificación o se sienten estafados ante unas promesas ilusorias o un procedimiento que no parece llevar a ninguna parte. Quizá es una visión muy negativa, pero quien ha pasado por estos trances saben de sobra cómo es la realidad.
Lo importante es poner los medios para que no se llegue a estas situaciones extremas, que deberían ser evitables. Claro que para ello sería indispensable que cada sector atendiera a las materias de su incumbencia con profesionalidad y solvencia. Que las autoridades sanitarias, los vigilantes de los cauces, los que conceden permisos para construir, los que deben limpiar los montes o atender al desbroce de sus propiedades, los que vigilan las superficies arboladas estuvieran al tanto de sus obligaciones. Todo no puede consentir en esperar que no llueva mucho o que no sople un viento abrasador. Instalar piscinas y polideportivos está muy bien, pero algunas autoridades no saben hacer otra cosa.