Leo en la prensa con infinita alegría que, por fin, el sector del tatuaje está en crisis. Se ve que en esta rentrée han aparecido varios libros analizando el fenómeno y dicen cosas bastante llamativas. Como que los más jóvenes, la generación Z, entiende ya los tattoos como cosa de viejos, es decir, de sus padres. Y los analistas lo interpretan como síntoma de la ola reaccionaria que llena nuestras calles. A ver. No sé en qué ambientes se moverán los autores de esos ensayos, pero en mi mundo son precisamente los más fachas quienes van tatuados de la cabeza a los pies. Basta ver aquellos energúmenos que se lanzaron a la caza de los magrebíes en Torre Pacheco o a sus colegas que hacen manifestaciones en Madrid enarbolando las banderas de Franco o de Hitler. Tatuados en la misma medida que los pandilleros a los que encarcela Bukele.
Igual que la mayoría de los integrantes de cuerpos policiales o militares, tatuados como aquellos a los que persiguen. Desde hace un par de décadas el tatuaje ha sido una moda. Solo que esta, en vez de consistir en ponerte algo encima que acabes descartando cuando deja de gustarte, consiste en casarte con ella para toda la vida. Desde un Ecce Homo hasta un Amor de Madre, pasando por un tierno osito de peluche, un ancla marinera o un personaje de tu serie de animación favorita de los noventa, cualquier cosa se ha convertido en merecedora de acabar grabada en tu piel. Por fortuna, carezco por completo de ese gen y me he librado. Porque ahora son muchos también los que se arrepienten –empezó Melanie Griffith tras romper con Antonio Banderas– y se los borran o se ven forzados a cubrirlos con otro más grande y, seguramente, más feo aún. Me llamarán facha y carca, lo sé.