Entre los defectos y las virtudes que supongo tengo, como todo el mundo, está el de intentar saborear esos extraños frutos de temporada que me dan la oportunidad de conservar parte de lo tradicional. Es cierto que para llevar al paladar esas pequeñas joyas que tienen el inconveniente de jugar dentro de un espacio de tiempo muy corto, entre mediados de septiembre y octubre y al mismo tiempo de no muy abundante recolección, es preciso estar pendiente de la fecha en que aparecen en el mercado y cuando acaban. En este caso me refiero a los gínjols, esos pequeños frutos del tamaño de una aceituna, de color marrón con franjas verdosas cuando todavía están algo verdes y que en pocos días cambian a granate con la piel algo arrugada. Y es que a ellos y a todos los frutos les pasa como a nosotros, estamos tersos para en menos que canta un gallo nos invaden las arrugas.
El gínjol antes de madurar es de pulpa verdosa y de un sabor a manzana semidulce y cuando está en plena madurez su carne es algo amarillo verdoso y totalmente dulce. Debo confesarles que a mí me cuesta bastante dejarlos madurar porque la tentación de devorarlos supera a la paciencia de la espera. Sería para mí un campo de pruebas donde poder evaluar mi grado de resistencia para luego aplicarlo en otros, pero la tentación me puede y siempre acudo al remordimiento y a la promesa de que en la temporada siguiente esperaré a su maduración, como con casi todas las cosas.