Quién nos iba a decir que el invento del teléfono para hablar a distancia, a fuerza de innovaciones, añadidos y perfeccionamientos, se acabaría convirtiendo en una cámara fotográfica. Además de en linterna, pantalla de cine, brújula, grabadora, reloj, prueba del delito y qué sé yo cuántas cosas más. Ni loco lo habría imaginado; había que estar loco para imaginarlo. Y cómo íbamos a suponer que la gente, toda la gente, que a menudo esconde en su fuero interno a un entrenador de fútbol, un profeta y un prolífico escritor costumbrista («Si yo te contara…»), lo que en realidad tienen en el alma es un fotógrafo. Un fotógrafo incesante. Una pasión fotográfica extraordinaria, a la que por fin pueden entregarse con un teléfono en la mano. Fotografiándolo todo, pero no solo todo lo que existe, sino también lo que no existiría de no haberlo fotografiado alguien. Ah, qué locura fotográfica. Qué afán de registrar y archivar cosas.
La vida es fugaz y se escurre entre los dedos, pero por suerte nos queda la fotografía para eternizarla. Y como ya hemos dicho que los teléfonos también son grabadoras (a quién se le ocurriría eso), paralelamente a la avidez fotográfica se desarrolló la de grabarlo todo, por si acaso, actividad secreta en la que un tal Koldo, célebre corrupto, ha resultado ser un maestro. ¡Lo grababa todo, el tío! De ahí al teléfono como prueba del delito hay un paso. Pero me disperso, cosa normal hablando de en qué se ha convertido el teléfono, que lo mismo paga en el supermercado que te explica quién eres y cuál es tu misión en este mundo. Fotografiarlo todo. Volvamos al fotógrafo que al parecer todos llevamos dentro. Un sujeto muy peligroso, para sí mismo y para el mundo. Yo al mío no le dejo asomar la nariz, no habré hecho ni una docena de fotografías en mi vida, y hace tiempo, cuando había cámaras fotográficas. Por supuesto, también procuro no figurar en ninguna. El peligro para el mundo es que hace mucho que fue sustituido por sus millones de fotografías. Mal asunto. El peligro para el fotógrafo compulsivo es más serio. Aumenta y masifica sus recuerdos, los exagera, apenas deja espacio al bendito olvido. Y sin olvido nada tiene sentido. Es ininteligible.