Que el mundo ha cambiado desde la profunda e interminable crisis de 2008, con la estocada final en la pandemia, es algo que percibimos todos. Sobre todo en España, que aún no ha sido capaz de superar aquel escollo. De hecho, para los habitantes de estas Islas el deterioro comenzó bastante antes, con el cambio de siglo. Desde aquel momento no hemos hecho otra cosa que perder poder adquisitivo. En román paladino: somos más pobres que hace veinticinco años. La fórmula matemática es sencilla: producimos la misma riqueza, pero hay que repartirla entre mucha más gente. Aquí la inmigración no ha supuesto una ganancia, sino todo lo contrario. Aparte de los ya conocidos efectos indeseables de sensación de saturación en todas partes, pérdida de eficiencia en la sanidad pública y descalabro del mercado inmobiliario podemos añadir esta guinda: la pobreza nos va alcanzando a todos.
Quizá por eso la nueva generación tiene las ideas más claras y no se casa con nadie. Casi la mitad de ellos -más del 40 por ciento- ha abandonado su trabajo en el último año. Aquella lealtad a la empresa, aquel compromiso forjado a fuego para construir una carrera profesional bajo el amparo de un empresario, aquel casi orgullo que sentían muchos trabajadores respecto a las siglas de su compañía… son historia. Quizá era una sombra del antiguo régimen, cuando los obreros se consideraban siervos, por parte del empleador y de ellos mismos. Los chicos ahora tienen enormes lagunas, pero algunas cosas muy claras: no quieren vivir para trabajar y no van a trabajar por una miseria en puestos que no les aportan nada. La pandemia obró este milagro: la autoestima del trabajador. Algo que ni siglos de sindicalismo habían logrado.