Dice el refrán: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar». Y en Gaza, más que cortar, arrancan barbas. Todo comenzó como una chispa en el polvorín de Oriente Próximo, pero muy pronto se convirtió en un incendio descontrolado que arrasa vidas y esperanzas. Los bombardeos y las incursiones militares han dejado un paisaje de ruinas donde antes había calles llenas de vida, mercados, escuelas y hospitales. Día tras día, las noticias confirman lo que nadie hubiera creído posible en pleno siglo XXI: la muerte indiscriminada de miles de hombres, mujeres y niños. El grado de violencia alcanzado ha sobrepasado cualquier previsión. Se destruyen barrios enteros, se levantan muros de polvo y humo que oscurece el cielo, se multiplican las fosas improvisadas. Los cadáveres se cuentan por millares y las lágrimas se vuelven rutina. Nada parecía anunciar que nuestra época, con toda su tecnología, su desarrollo y sus supuestas conquistas sociales, volvería a mostrar el rostro más cruel de la barbarie. Sin embargo, la guerra, la peor plaga de la humanidad, ha vuelto a situarse a las puertas de Europa como si nos encontráramos de nuevo en la primera mitad del siglo XX.
Gaza se ha transformado en un territorio sin futuro. Los niños mueren de hambre, de sed, de enfermedades que en otras partes del mundo se curan con antibióticos. Mientras en Occidente los supermercados rebosan y nuestros hijos desprecian los platos tradicionales para entregarse sin remordimiento a pizzas, hamburguesas y helados, en Gaza apenas queda pan ni agua limpia. Allí no existen cadenas de comida rápida ni restaurantes de lujo preocupados por la caída de turistas; solo colas interminables para conseguir un saco de harina o un bidón de agua turbia. Las bombas caen, los habitantes de Gaza sobreviven entre ruinas, sin electricidad estable, sin medicinas, sin refugios seguros. El hambre se extiende como un arma más, devorando a los vulnerables. Y la muerte, siempre presente, se convierte en compañera habitual de quienes ya no tienen opciones para resistir. Esta guerra no solo destruye el presente: está aniquilando el porvenir. Un pueblo sin infancia está condenado a desaparecer. Gaza se vacía de futuro mientras el resto del mundo contempla, a veces con impotencia, a veces con indiferencia, los desastres de una conflagración despiadada. La historia debería habernos enseñado que en la guerra no hay vencedores ni vencidos, y que existen incluso cosas peores que la muerte.