La visita de Trump a la corte británica ha sido uno de los espectáculos más vergonzantes que ha visto la Casa de Windsor en toda su historia y, a buen seguro, un ridículo sin parangón en los casi mil años de avatares, traiciones y demás enjundias que albergan los muros de su célebre castillo.
Ya el paseíto de bienvenida en la carroza dorada tirada por seis caballos blancos junto al rey Carlos III fue de lo más deplorable. Si Isabel II levantara la cabeza abominaría de su primogénito. Tantos años esperando a reinar para hacer esto, hijo mío, debió pensar revolviéndose en su tumba viendo el boato y los dorados con los que su heredero agasajaba al presidente más basto, inculto y hortera que ha tenido su antigua colonia. La imagen del rey convertido en bufón acompañando al matón de patio de colegio, es un descarado ejercicio de indecoroso peloteo ante quien obliga a vaciar los bolsillos de media Europa. Un claro reflejo de cómo está el mundo.
A tal demostración de sumisión le acompañó la vergonzosa y babeante actitud de Ursula Von der Leyen, representante de todos los europeos, cerrando acuerdos económicos y arancelarios con el americano insaciable en su propio campo de golf. Si la Europa de milenario abolengo le rinde pleitesía de este modo al avaro norteamericano no es de extrañar que, de regreso a sus dominios, se dedique a cercenar los cada vez más menguantes derechos que tienen los ciudadanos de la que se ha vanagloriado siempre de ser la democracia más democrática del mundo mundial.
Con un bárbaro prepotente como el autócrata norteamericano y cobardes correveidiles como los nuestros, mal, muy mal, va este mundo. El genocidio palestino es el principio, Gaza los cimientos del horripilante mundo que están construyendo donde democracia o derechos humanos son especies en claro riesgo de extinción, un mundo en el que Almeidas, Abascales o Ayusos, serán los nuevos e incuestionados referentes de la barbarie patria y la estulticia nacional.