«Sin tu cariño no valgo nada» dice Vidal a Luisa Fernanda, en la zarzuela del mismo nombre. La pieza es de 1932, cuando no había teléfonos móviles, de otro modo Vidal habría cantado: «Sin mi móvil, no valgo nada». Recuerdo que cuando era niño pasaba horas en el váter, no por prisa sino por hábito: aquel recinto minúsculo era mi isla privada, el único lugar donde nadie me urgía. Imaginaba mundos, componía poemas —la primera poesía de mi vida nació junto al rollo de papel— o me entretenía con los anillos de sello que mi madre me compraba. Eran de oro, pero me estorbaban, me los quitaba y jugueteaba con ellos una y otra vez hasta que, sin darme cuenta, perdí dos y mi madre dejó de comprármelos. Desde entonces nunca uso anillos.
Pero hoy lo que la gente se lleva al váter y a todas partes es el móvil. En el gimnasio las máquinas están ocupadas por cuerpos inmóviles que miran la pantallita del móvil con más devoción que quien le reza a San Pascual Bailón. Hay quien permanece sentado tanto tiempo, sin hacer ejercicio, que hasta me sorprende no encontrarlos allí al día siguiente.
Imaginemos que mi móvil se me cae dentro del váter. ¿Qué hago sin él? Me quedo huérfano de notificaciones, de brújula social, de la excusa para no hablar con el vecino. Hoy no podemos ni respirar sin el móvil; somos una civilización de pantallas y dedos. Pero quizá el móvil no lo pasa tan mal: sumergido en su altar sucio, tal vez por primera vez experimenta el silencio, la oscuridad, la ausencia de actualizaciones. ¿Se sentirá en su salsa?, ¿tendrá pesadillas con correos sin abrir?
Antes, sin móviles, las cosas eran distintas: no llamabas al vecino para preguntarle si tenía luz; no localizabas el móvil de la compañera llamándolo entre montones de objetos acumulados en casa; no existía el drama del «¿cómo sabes que estoy en este sitio?» —recuerdo la anécdota del primer usuario al que su esposa llamó cuando él estaba en el burdel y él respondió: «¿Cómo supiste que estaba aquí?». El móvil también nos facilita usos estrafalarios: coleccionar selfies en peligrosos precipicios, pegarle al ladrón móvil en mano, fotografiar cada comida como si fuera la Última Cena, etc. En definitiva, el móvil es el último juguete. ¿Qué haríamos sin él? Tal vez, por un instante, respiraríamos más hondo, miraríamos alrededor y nos encontraríamos, irónicamente, un poco menos solos. Acaso recuperaríamos conversaciones, sin pestañas abiertas; redescubriríamos la risa sin necesidad de risas enlatadas.