El sentido común y la experiencia nos advierten de que cuando en un país aparece de pronto un discurso cansino, repetitivo, agresivo, tendente a enfrentar a unos contra otros y fijando algo o a alguien como enemigo común es que algo gordo se avecina. La opinión pública es lo más maleable que existe. Lo sabemos desde los tiempos de los romanos. Nada tan sencillo como manipular a la masa poco y mal informada. La irrupción de las redes sociales no ha hecho más que brindar nuevas armas a los poderosos, que nos manejan como quieren. Llevamos semanas con la cantinela de Gaza y ahora surge un nuevo ring de combate: la (supuesta) riqueza de los jubilados. Se escuchan argumentos, casi siempre esgrimidos por pipiolos inexpertos, en pódcast, en X y ahora ya han asaltado los medios de comunicación tradicionales.
Los jóvenes tienen una situación compleja, es cierto, y el motivo no es otro que la baja remuneración de su trabajo. La causa está en un sistema económico fallido, incapaz de mejorar la productividad, de producir bienes de alto valor añadido y, en resumen, de hacer algo más y mejor que vender el sol y la playa que los dioses nos han regalado. Ah, y llenar el país de bares para anestesiar los cerebros a base de alcohol barato y fútbol. Pero nadie pone ahí el foco. Quizá porque asimilarnos a los países punteros en productividad es casi una quimera, dado el carácter tradicional del español, al que le gusta mucho más perder el tiempo que centrarse en algo serio y amar el trabajo bien hecho, como hacen los calvinistas. Es más fácil culpar a tu abuelo del piso que tiene, de que disfrute de los viajes del Imserso y de que, por fin después de cuarenta años deslomándose, pueda vivir como un señor.