Tres dimensiones son un exceso, y no digamos cuatro con el infame añadido del tiempo, o muchas más hasta el infinito como proponen los físicos teóricos. La mayoría de la gente prefiere dos, con la realidad de dos dimensiones se dan por satisfechos, para qué más. De ahí el éxito universal de las pantallas, así como el arte del dibujo, la pintura y la escritura, que siendo bidimensionales ya cubren todas nuestras expectativas acerca del mundo. Y basta introducir un poco de perspectiva a la imagen o el texto para que reflejen la realidad exactamente, como los espejos, pero sin los inconvenientes que más dimensiones acarrean.
Si se fijan verán que buena parte de las desgracias que afligen a la humanidad proceden del exceso de dimensiones que inflaman la materia. Volumen, tiempo, las dimensiones imaginarias de la teoría de cuerdas, etcétera. Demasiado, una materia incontrolable. A partir de dos dimensiones, digamos la página de un libro o una pantalla, todo empieza a echarse a perder, se embrolla, se vuelve inmanejable y sobre todo muy pesado, no hay quien lo aguante. Por eso los artistas del Renacimiento concebían el paraíso en dos dimensiones, como los ángeles y los bienaventurados. Como la Venus de Botticelli.
Claro que pronto aparecieren escultores y arquitectos para aguarnos la fiesta, y luego la geometría no euclidiana (con bulbos) para acabarla de liar. Con Newton y Leibniz la realidad se empezó a inflar, también de teología, y así nos va, que nos sobran dimensiones por todas partes. ¡Ah, las dos dimensiones! Qué añoranza. No digo que a veces no convenga una tercera, por ejemplo para tumbarse en la cama a la bartola, pero solo a veces. Debería ser una dimensión optativa. O metafórica, como cuando se dice de alguien que se sumergió en la lectura. ¡Se sumergió! No te puedes sumergir en una hoja plana, pero para eso sirven las metáforas. Dos es el ideal, como en el boxeo y las prácticas amorosas. Algunos no lo reconocen, y hasta exigen más dimensiones, pero luego se pasan el día en sus pantallas. Planas.