Dos años de persecución, atentados, bombardeos y destrucción casi total de un pequeño territorio no han bastado para acabar con Hamás. Siempre me ha parecido imposible, porque esa misma guerra sin cuartel es el abono perfecto para que de cada una de las cabezas cercenadas de la hidra surjan otras siete, ávidas de venganza. Pese a ello, su debilidad actual es evidente. Aquel funesto 7 de octubre de 2023 los terroristas islámicos lanzaron contra Israel 4.300 misiles en un solo día. Un año después, sometidos ya a la implacable reacción hebrea, celebraron el primer aniversario de su repugnante «hazaña» lanzando catorce bombas.
Este año solo han detonado una. Pero ahí siguen, con enviados diplomáticos a la mesa de negociación, con alianzas inalterables con varias potencias de la región, con financiación millonaria en forma de «ayuda humanitaria» y, sorprendentemente, con millones de ciudadanos de medio planeta aplaudiendo sus crímenes: violaciones, decapitaciones, desmembramientos, tortura y asesinato de ciudadanos inocentes escogidos al azar. A eso hemos llegado. Por ello tengo infinitas reservas sobre este acuerdo de paz para Gaza. No creo que Hamás esté dispuesto a rendirse, que es lo que debería hacer, desmantelarse y entregar las armas. No lo hará nunca. Su única razón de existir es el conflicto, la lucha, la guerra. No permitirá que su tierra, Gaza, levante la cabeza, se convierta en un buen lugar para vivir, que prospere y viva en paz. Si eso ocurriera ningún gazatí les necesitaría y eso supondría su muerte. Firmarán mil acuerdos, quizá entreguen lo poco que queda de los rehenes, se retirarán por un tiempo, tal vez, para rearmarse, montar otra de sus fiestas y volver a la carga.