España ha vuelto a protagonizar un episodio bochornoso en el tablero internacional. Esta vez no ha sido por una crisis diplomática, una metedura de pata en política exterior o un titular sensacionalista. Esta vez ha sido por algo aún más grave: una operación supuestamente humanitaria cargada de manipulación, omisiones deliberadas y una ingenuidad política que roza lo imperdonable.
Hablo, por supuesto, de la flotilla Global Sumud, interceptada por Israel cuando intentaba llegar a la Franja de Gaza. A bordo, entre los 49 españoles detenidos, viajaban dos exterroristas de ETA: José Javier Osés Carrasco e Itziar Moreno Martínez, ambos condenados en su día por delitos de sangre y relacionados con atentados. Hoy, reciclados como «activistas», intentaban formar parte de una narrativa de paz que no se sostiene.
Ana Alcalde rumbo a Gaza
El Gobierno español y varios sectores políticos, e incluso religiosos y mediáticos han intentado presentar esta flotilla como un símbolo de solidaridad, de defensa de los derechos humanos y de compromiso con el pueblo palestino. Y no cabe duda de que muchas personas a bordo realmente creyeran en esa causa. Pero cuando en una operación de ese calibre viajan personas con antecedentes tan graves —y lo hacen en silencio, sin transparencia, sin explicaciones previas—, la credibilidad de toda la misión salta por los aires.
Y es que no todo vale en nombre de la paz. Hay quienes se aferran al argumento de la reinserción, de que quienes cumplieron su condena tienen derecho a rehacer su vida. Y es cierto. Pero una cosa es integrarse en la vida civil, y otra muy distinta es representar simbólicamente a un país en una misión internacional de alto impacto político. La paz no se construye con símbolos manchados de sangre. Y la solidaridad no se puede permitir grietas tan profundas de legitimidad.
¿En qué momento se creyó que esto pasaría desapercibido? ¿Cómo se permitió que individuos con un pasado criminal tan reciente representaran, de facto, a nuestro país en una acción de alto impacto simbólico internacional? ¿Por qué se ocultó deliberadamente su presencia hasta que fueron detenidos?
La respuesta es clara: porque se subestimó a la opinión pública y se sobreestimó la capacidad del relato para tapar la realidad. ¿De verdad alguien piensa que el drama humanitario de Gaza necesita la ayuda simbólica de personas con pasado terrorista para ser visibilizado? ¿No entienden que su sola presencia alimenta al adversario, desacredita el mensaje y, sobre todo, desacredita al país que permitió su participación?
Mientras miles de ciudadanos apoyaban desde España lo que creían que era una acción humanitaria legítima, nadie les dijo que a bordo iban personas condenadas por colocar bombas o por colaborar con atentados. Eso no es un simple error de comunicación: es un acto de manipulación política.
El otro gran escándalo —casi olvidado en medio del ruido mediático— es el fracaso total en el propósito declarado de la misión: llevar víveres y medicinas a la población de Gaza.
Según la propia organización, los barcos iban cargados de «ayuda humanitaria». Pero la realidad es que la mayoría de embarcaciones no transportaban carga significativa, y en los casos donde había algo, no se cumplían los mínimos logísticos ni de coordinación para asegurar su entrega efectiva. Ni con la ONU, ni con organizaciones médicas independientes. Es decir: ningún plan real para hacer llegar medicamentos o alimentos esenciales al pueblo palestino. Solo propaganda flotante.
Mientras tanto, en Gaza, siguen muriendo personas por desnutrición, infecciones no tratadas y escasez de recursos médicos. ¿Dónde estaba la ayuda concreta? ¿Dónde estaban las toneladas de alimentos y antibióticos? No había. Solo banderas, lemas y cámaras. Si esta flotilla de la paz no pudo —o no quiso— garantizar lo básico de una operación humanitaria, entonces debemos aceptar una verdad incómoda: su objetivo no era ayudar, sino exhibirse.
Y si la flotilla fue un teatro, su regreso se ha convertido en una tragicomedia construida por algunos de los activistas a partir de un relato dramático de «retención ilegal», «maltrato psicológico» y «secuestro por parte de Israel».
Uno pensaría que venían de Guantánamo. Pero no. La mayoría fueron retenidos durante horas en instalaciones controladas, con asistencia consular, y deportados sin incidentes mayores. ¿Hubo detención? Sí. ¿Fue una detención forzosa fuera del marco legal? No. Entraron en aguas controladas por un país que había avisado previamente que interceptaría cualquier intento no coordinado de romper el bloqueo. Las reglas estaban claras desde el principio.
Pero el relato es otro. El relato es el del drama. Pero la realidad es que la flotilla parecía más un escenario para relanzar carreras políticas e influencers de la protesta que una misión de ayuda.
Y es así como desde ciertos sectores se ha intentado revivir a personajes ya desgastados como Ada Colau, vendiéndola como mártir internacional. Otros, como la llamada «Barbi», aspiraban a convertir un selfie en el Mediterráneo en un manifiesto antibélico. Incluso se rescató a Greta Thunberg del activismo global, como si tuviéramos que aplaudir la performance por encima del contenido. Lo que debería haber sido una acción de ayuda concreta para una población asediada se convirtió en un carnaval de egos, cámaras y victimismo impostado. Puro narcisismo disfrazado de justicia social.
España no puede permitirse este tipo de espectáculos. No por una cuestión de imagen, sino por una cuestión de coherencia ética y política.
Mi conclusión es clara: El problema aquí no es solo lo que han hecho unos pocos, sino cómo se ha intentado engañar a muchos. Y en política, como en la vida, la confianza rota cuesta mucho más de lo que valen unas cuantas fotos en un barco.
Si queremos que España sea respetada como una voz creíble en defensa de los derechos humanos, hay que empezar por decir la verdad, elegir bien los símbolos, y dejar de jugar a la propaganda. Porque si todo vale, al final, nada vale.