La bolsa de cortezas ha sustituido su parte de plástico transparente por una fotografía del producto, es tan buena, que tardas en apreciarlo. Lo que esconde la foto es que compras casi la mitad de contenido por lo mismo que pagabas antes o más. Las chocolatinas menguan, los cereales también, algunos yogures, según comprueba la Organización de Consumidores, tienen 5 gramos menos –imperceptible para ti, pero no para la empresa que comercializa millones–, una conocida marca de cacao en polvo ha reducido 40 gramos en su paquete de 800 y lo cobra al mismo precio.
El aire ha pasado a ocupar demasiado espacio en todos los envases, desde la pasta al champú. También en algunos productos frescos que se presentan en bandejas o en las bolsas de los congelados: toca a menos porciones de merluza.
Es la estratagema de las compañías para mantener su rentabilidad en un entorno de inflación: en lugar de subir más los precios deciden reducir entre un 5 y un 10 por ciento el relleno. Lo llaman reduflación, aunque el término inglés me gusta más, es más gráfico, shrinkflation, todo se ‘encoge’ para transmitirnos la ilusión de que seguimos permitiéndonos los mismos alimentos y no ha bajado nuestro nivel de vida, cuando no es así.
La visita al súper es una yincana y por más vueltas que des con el carrito por los pasillos nada cambia: el coste de la cesta de la compra ha subido hasta el doble que el salario medio de los menorquines. Mientras el precio de los alimentos y las bebidas no alcohólicas ha crecido un 31 por ciento en solo cuatro años, en ese mismo periodo los salarios lo han hecho entre un 13,5 y un 26,5 dependiendo del municipio. El cruce de datos entre declaraciones de renta y el Índice de Precios al Consumo no deja lugar a dudas, y la última encuesta del IBES que se analizó en el foro del Llatzeret, tampoco. Los ciudadanos comprueban cada día la pérdida de poder adquisitivo, se sienten más pobres, y así lo expresan. Ante esa realidad otros problemas cotidianos se agudizan, la cuerda se está tensando.