En la tradición cristiana, el 1 de noviembre se celebra el Día de Todos los Santos, seguido por el Día de los Difuntos. Más allá de ritos o credos, esta fecha nos confronta con una realidad que solemos esquivar y es que la muerte está presente, que todo termina, que somos seres de paso por una vida que quizás, «en el momento que nos damos cuenta de que no somos inmortales, vemos el significado de la vida como una ilusión», como dijo Jean-Paul Sartre.
Creo que cuando alguien muere, lo que más nos entristece no es el hecho de que ya no viva, de la pena por él, que ya no está ‘disfrutando’ este mundo, sino haber perdido su presencia junto a nosotros.
Recordar a quienes ya no están no debería ser únicamente un gesto de melancolía o de respeto; puede convertirse en una oportunidad para preguntarnos cómo estamos viviendo nuestra vida o en qué estamos ocupando nuestro tiempo, ese que un día, sin saber cuándo ni cómo, acabará. Vivir el instante y ser conscientes de que estamos aquí es fundamental, porque quizás -sin darnos cuenta- nos pasamos la vida simplemente ocupados, sin llegar a vivirla del todo.
Y entonces, aparece la gran pregunta: ¿qué es la vida?
No es fácil responderla. He indagado sobre el tema y lo que puedo resumir es que, para los clásicos, como Aristóteles, la vida humana se realiza en el ejercicio de la virtud, en el desarrollo pleno del alma racional: vivir bien era ‘vivir conforme a la excelencia’. Para los estoicos, la vida debe vivirse con aceptación de lo que no podemos controlar, cultivando la paz interior. En el pensamiento oriental, especialmente en el taoísmo, la vida no es una lucha ni un objetivo, sino un fluir armónico con el orden natural: «La vida es una serie de cambios espontáneos. No te resistas a ellos», decía Lao-Tsé. Por otro lado, para Albert Einstein, la vida es como una bicicleta: un equilibrio que se logra al seguir avanzando y no dejar de moverse nunca.
¿Y para el cristiano, qué es la vida? Simple y llanamente, es un don sagrado de Dios: un regalo que se manifiesta en tres dimensiones inseparables —física, espiritual y eterna—. Es un paso por este mundo, una travesía temporal, siguiendo el camino marcado por las enseñanzas divinas, con la esperanza puesta en la vida plena que no acaba.
Para un musulmán, la vida es algo muy similar: una prueba temporal y un regalo de Alá, cargado de propósito y significado. No es un fin en sí misma, sino una etapa previa a la vida eterna. La manera en que se viva en la tierra -siguiendo o no los mandatos de Dios- determinará el destino en el más allá.
Pero para definir lo que es el proceso de la propia vida, John Lennon lo resumió con gran sencillez: «La vida es aquello que pasa mientras estamos ocupados haciendo otros planes».
Cuánta verdad hay en esa frase. Corremos, planeamos, aplazamos… y muchas veces se nos va la vida en evitarla.
Quizá por eso el psiquiatra y pensador Viktor Frankl, superviviente de los campos de concentración, escribió: «La vida nunca se hace insoportable por las circunstancias, sino por la falta de sentido y de propósito».
Para él, la vida es misión, tarea, algo que nos interpela. No es tanto preguntarse qué esperamos de la vida, sino más bien qué espera la vida de nosotros. Personalmente, con esta reflexión me siento cómoda, aun estando en un momento vital complejo para mí.
Así, vivir no es solo existir. Es estar presente, elegir con conciencia, cultivar vínculos, dejar una huella. Es saber que cada día cuenta, que cada gesto tiene sentido.
Vivir también es asombrarse. Es esfuerzo, pero también gratitud. Es reconocer que hay cosas que, como la muerte, no controlamos y, sin embargo, seguir eligiendo amar, construir, aprender, acompañar.
El próximo domingo 2 de noviembre, Día de los Difuntos, cuando evoquemos a quienes ya no están, tal vez el mejor homenaje que podamos hacerles no sea solo llevar flores a su tumba o guardar silencio. Tal vez sea atrevernos a vivir con más hondura, con más coherencia. Porque si algo nos enseñan los que se han ido es que la vida no es infinita, pero puede ser inmensa.
En el desasosiego del misterio, me quedo con el pensamiento atribuido al místico poeta persa, y practicante sufí, del siglo XIII Yalal ad-Din Rumi: «Quien me trajo aquí, me llevará de vuelta a casa».