Se consuma la ruptura -¡por fin!- entre los chantajistas catalanes y el precario gobierno de la nación. Quizá para Pedro Sánchez sea una desgracia, pero para el conjunto de los españoles es una bendición. Recordemos que esta gente, este grupúsculo liderado por Carles Puigdemont, ni siquiera gobierna en su región (allí lograron 675.000 votos) y, en las últimas elecciones generales, obtuvieron 395.000 sufragios, el 1,6 % de los votos. Se mire por donde se mire, mantener a un Estado cautivo por esa ultra-minoría es un fracaso. Si Sánchez no tiene suficientes apoyos parlamentarios para llevar adelante sus políticas, debería convocar elecciones. Y a estos chulos catalanes darles la medicina que merecen: probar durante una temporada qué tal se llevan con un gobierno nacional de concertación entre los insípidos del PP y los amargos de Vox. ¿Creen que con esos interlocutores sacarían más rédito político y, sobre todo, económico -es lo único que les mueve- del que han rascado en el poco tiempo que han tenido a Sánchez cogido por las pelotas? Mientras en Madrid los catalanes se desgañitan y profieren toda clase de amenazas, en su propio territorio se muestran incapaces de atender esos problemas que dicen tener. El control de la inmigración y los servicios ferroviarios de cercanías, por ejemplo, son cuestiones que pueden mejorarse, y mucho, con las inversiones necesarias desde la Generalitat catalana. Lo que pasa es que ellos no tienen ahí el poder, puesto que el PSC ganó las elecciones autonómicas. Al final, no son más que rabietas protagonizadas por un partido político de derechas, frustrado porque no toca el poder, su líder sigue exiliado y en su tierra les adelanta Aliança por la derecha.
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