Las lumbreras que nos dirigen en la Unión Europea acaban de aprobar el paquete de sanciones a Rusia número 19, una orgía de castigos económicos que se despliega desde hace casi cuatro años y que, a la vista está, apenas ha rasguñado al gigante euroasiático. Nos quieren hacer creer que esta presión detendrá la guerra de Ucrania, una sangría en la que el país más pobre de Europa ha perdido una parte significativa de su territorio y, peor aún, una parte significativa de su población. Al otro lado, un imperturbable Vladímir Putin persiste en su línea de acción, sin dejar de lado los contactos diplomáticos para buscar una salida negociada al conflicto. ¿Y qué tenemos en «nuestro» lado? Un montón de «líderes» desorientados, que deambulan como pollo sin cabeza con una única obsesión: armar a un Volodímir Zelenski que terminó su mandato presidencial en mayo y lo prolonga bajo la ley marcial. Quizá lo que no esperaban es que los demócratas salieran de la Casa Blanca con la fuerza de un tortazo y se instalara en ella el inefable Donald Trump, a quien no le gustan las guerras. El cambio de planes ha dejado a los europeos con el pie cambiado, pero no piensan modificar el estribillo. El que marca el ritmo es Reino Unido, a pesar de que abandonó la UE por la puerta trasera. Dicen que el plan inicial no tenía fisuras: destrozar a Rusia en la guerra, debilitar a Putin, promover una de esas revoluciones juveniles que tan de moda se han puesto y provocar con ella la disgregación del país más grande del mundo. ¿Qué podía salir mal? Hoy el pueblo ruso apoya a Putin más que nunca, su economía apenas se ha resentido, se ha ganado el apoyo de China y Corea del Norte. ¿Y en Europa qué queda? La recesión.
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