Voy al mercado una mañana cualquiera. Las voces de la gente se mezclan. Camino entre los puestos de fruta, pescado y carne. Me gusta ese rumor de conversaciones improvisadas, el tintinear de las monedas, los colores vivos de las naranjas y las granadas. Mientras espero mi turno en una parada, observo al hombre que tengo delante. Cuando habla con la vendedora, algo me llama la atención. Su catalán es correcto, pronunciado con ese cuidado que delata a quien ha aprendido una lengua desde el respeto. No la domina del todo. Cada palabra suena como un intento de acercamiento, como una mano tendida. No puedo evitar el impulso de preguntarle de dónde es. Me dice que proviene de Inglaterra. Le doy las gracias sin pensarlo. Las palabras me salen de golpe, casi con urgencia, y enseguida siento vergüenza, quizá porque he puesto emoción en algo que no debería requerirla. No estoy acostumbrada a esa actitud: alguien que llega de fuera y, en lugar de imponerse, se integra.
Camino con la bolsa en la mano y pienso en la fragilidad de las lenguas pequeñas. Durante años he sentido que tenía que justificar mi lengua, defenderla como si fuera una trinchera, y de pronto aparece un hombre inglés que la pronuncia con una dulzura que me desarma. Me pregunto cuántas veces los que nacimos aquí olvidamos el valor de lo que tenemos. Hablamos, vivimos, pensamos en catalán sin darnos cuenta de que se trata de algo más que un idioma: es una manera de mirar el mundo. Tal vez por eso me conmueve tanto aquel encuentro mínimo, tan cotidiano y tan revelador. Hay una ternura silenciosa en quien aprende una lengua que no necesita para sobrevivir en un lugar, sino para pertenecer a él. Ese extranjero me recordó que las palabras también pueden ser un hogar compartido.
El mercado, -sus olores y su ruido-, era en aquel momento un pequeño espacio de reconciliación entre lo propio y lo ajeno. El sol cae sobre los toldos de colores. Yo sigo pensando en él, en su esfuerzo, en su respeto. Me ha devuelto algo que creía perdido: la gratitud por poder hablar mi lengua sin miedo, y el deseo de seguir haciéndolo con la misma delicadeza con que un Inglés se esfuerza por hablarla bien.