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Levantando el velo

Una justicia en riesgo

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El Gobierno de Pedro Sánchez ha emprendido una de las reformas más ambiciosas —y también más controvertidas— de los últimos años: la nueva Ley de Justicia. Se presenta como una modernización necesaria del sistema judicial español, con el objetivo declarado de hacerlo más ágil, eficiente y cercano a los estándares europeos. Sin embargo, detrás de ese discurso tecnocrático y razonable, se ocultan cambios estructurales que podrían alterar el equilibrio de poderes sobre el que se sostiene nuestro Estado de Derecho.

La reforma tiene varios ejes, pero el más llamativo es la sustitución del juez instructor por el fiscal investigador. A partir de ahora —si la ley se aprueba tal como está planteada— será el Ministerio Fiscal quien dirija la instrucción penal, mientras el juez se limitará a autorizar medidas que afecten derechos fundamentales, como registros o detenciones. El Gobierno lo vende como un paso hacia Europa: en países como Alemania o Países Bajos ya funciona así. Pero hay una diferencia esencial. En esos sistemas, las fiscalías gozan de una independencia real respecto al poder político. En España, no.

El Fiscal General del Estado es nombrado directamente por el Gobierno y depende jerárquicamente del Ejecutivo. Es difícil defender que un órgano bajo esa estructura tenga plena autonomía para investigar posibles delitos que puedan afectar a quienes lo designan. Por eso, muchos juristas –yo entre ellos– , temen que la nueva ley abra la puerta a una justicia más dependiente, menos plural y potencialmente más politizada. Lo que en otros países funciona como símbolo de eficacia, aquí podría convertirse en un instrumento de control.

Otro punto sensible es la restricción de la acusación popular. España era uno de los pocos países donde cualquier ciudadano, partido o asociación podía participar en un proceso penal como acusador, incluso cuando el fiscal decidía no hacerlo. Fue gracias a esa figura que salieron adelante investigaciones emblemáticas: desde los casos de corrupción política hasta escándalos medioambientales. Limitar ahora esa herramienta a quienes acrediten un «vínculo directo» con el caso equivale es reducir drásticamente la participación ciudadana en el control del poder. En un país donde la confianza en las instituciones no atraviesa su mejor momento, quitarle a la sociedad uno de sus pocos mecanismos de vigilancia judicial es, como mínimo, un error político.

El modo en que se ha tramitado la reforma tampoco ayuda a mejorar la percepción. El Gobierno ha optado por presentar el texto como proposición de ley, lo que le permite acelerar los plazos y evitar informes preceptivos del Consejo General del Poder Judicial o del Consejo Fiscal. Es una estrategia legal, sí, pero también un atajo que debilita la legitimidad de una norma de tal calado. Reformar la justicia no puede hacerse con prisas ni sin escuchar a quienes la ejercen. La técnica legislativa y el consenso institucional son, en este ámbito, tan importantes como el contenido mismo de la ley.

Desde Moncloa se insiste en que la reforma busca «una justicia más eficiente y europea». Pero basta mirar a Europa con atención para advertir que no todos los modelos son comparables. Alemania, Francia o Italia cuentan con fiscalías que, aunque tienen distinto grado de autonomía, operan dentro de marcos de transparencia y contrapesos sólidos. En España, sin esa red de garantías, entregar la instrucción al fiscal sin reforzar su independencia equivale a concentrar más poder en el Ejecutivo. No es europeizar la justicia; es recentralizarla.

La sensación de precipitación, además, alimenta la sospecha de que la reforma tiene una motivación política más que institucional. Algunos juristas han señalado que ciertas disposiciones podrían tener efectos retroactivos o beneficiar a casos concretos vinculados al entorno del Gobierno. Aunque esta lectura pueda ser exagerada, el simple hecho de que exista esa percepción demuestra hasta qué punto el Ejecutivo ha gestionado mal la comunicación y la oportunidad política de la reforma. En justicia, tan importante como ser independiente es parecerlo.

El riesgo de esta ley no está tanto en sus intenciones —que pueden ser legítimas—, sino en sus consecuencias no previstas. Si el Ministerio Fiscal se convierte en el eje absoluto de la investigación penal sin un control judicial fuerte, la frontera entre poder político y poder judicial se volverá difuso. Y cuando esa línea se borra, la confianza ciudadana en la imparcialidad del sistema se resiente. Lo que podría haber sido un paso hacia la modernización puede terminar siendo un retroceso democrático.

Modernizar la justicia española es, sin duda, necesario. Pero hacerlo sacrificando la separación de poderes, la participación ciudadana y la independencia institucional sería un precio demasiado alto. Una verdadera reforma debería partir del consenso de todos los operadores, entre ellos los propios fiscales y jueces, incorporar las recomendaciones europeas sobre independencia del Ministerio Fiscal y reforzar los mecanismos de transparencia. Así como dotarlos de los recursos necesarios para que no se convierta en un lastre más en una justicia ya de por sí lenta. De lo contrario, corremos el riesgo de construir una justicia más dócil y menos libre.

La justicia no puede ser eficaz a costa de su independencia, ni moderna a costa de su credibilidad. En un tiempo donde las instituciones se ven cada vez más sometidas a la lógica partidista, España necesita reforzar su sistema judicial, no someterlo. Reformar la justicia no debe significar adaptarla al poder, sino protegerla de él. Solo así podremos decir que avanzamos hacia una justicia verdaderamente europea: eficiente, sí, pero sobre todo imparcial y digna de confianza.

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