En los años duros de ETA siempre defendí que una sociedad boyante, donde los jóvenes encuentran la motivación para alcanzar sus metas –suelen ser siempre las mismas, pareja, bienestar económico, tranquilidad, seguridad, tu propia casa, tus amigos y tu familia a salvo– apenas produce monstruos. Cuando los hay, son fruto de alguna tara mental muy profunda. Los países pacíficos suelen ser seguros y tranquilos. Aquel País Vasco de los ochenta era cualquier cosa menos eso. Felipe González se encargó de dinamitar todo lo que había como salvavidas: la industria, la agricultura, la pesca, el comercio, las aduanas, incluso la universidad tocó fondo por la conflictividad social. ¿Qué puede esperar del futuro un chaval que crece en una sociedad con un 25 por ciento de desempleo?
Es un poco tocapelotas recordarlo, pero los jóvenes tienen un umbral brevísimo para «situarse» en la vida. Hasta los veintidós años no has hecho otra cosa que estudiar, quince años después ya es tarde para todo. Es en esa década y media cuando tienes que conformar una carrera profesional, unos ahorros, una pareja, los niños –si quieres formar una familia–… y para todo ello la clave gira alrededor de la vivienda. Tu propia casa, tu hogar, donde asentar todo lo demás.
En este mundo que hemos creado para ellos falla la piedra angular. Puede que tengan talento, iniciativa, empleo, novia, ganas de tener hijos, incluso unos ahorros. Y no basta. No podemos ofrecerles lo básico: su casa.
La situación actual no se parece en nada a aquella de los años ochenta del País Vasco, pero hay un poderoso elemento común: la desesperanza. Toda una generación perdida, sin expectativas, sin ilusión. De ahí al colapso social solo hay un paso.