Lamentablemente son muchos los que le dan la espalda a la democracia y, por lo que se percibe cada vez más en el estamento juvenil, eso nos crea a muchos una íntima desazón. Siempre se ha dicho que este régimen político es imperfecto, pero que no se ha encontrado otro mejor. Es una lástima, pero mientras eso no suceda habrá que seguir apostando por ella y, además, hacerlo con sinceridad y poniendo toda la carne en el asador.
Aparte de los desengañados que no están dispuestos a servir a un sistema con tales errores y desvaríos, los que más abominan de ella son algunos líderes: esos que se aprovechan de sus beneficios para perseguir unos objetivos que no son acordes con lo que es consustancial a los principios en que se sustenta. Pienso, por ejemplo, en los que tergiversan su sentido más acendrado e imponen por la fuerza lo que conviene a su persona o al grupo que le apoya para su personal provecho. El mundo está plagado de dictadores que sólo aceptan los aspectos formales, como las urnas, pero corrompen este ejercicio ciudadano y han conseguido servirse de jueces y jerarquía del ejército por la fuerza o el halago (simple compra en la mayoría de las ocasiones).
Pero la democracia tiene sus propias defensas, más poderosas de lo que parece a simple vista y de lo que a sus depredadores les gustaría. Ahí tenemos el caso de Donald Trump, dispuesto a devaluar los valores en que se asienta la convivencia en la sociedad norteamericana, incapaz de admitir que su primera obligación es respetar las reglas que los antepasados ratificaron en la Constitución.
Ya intentó saltárselas a la torera cuando alentó la invasión del Capitolio, al no avenirse a la pérdida de la presidencia, pero desde que ha regresado ha puesto en marcha unos mecanismos con los que resarcirse de aquel fracaso. La actuación desmedida contra los enemigos políticos echa por tierra todo lo que es esperable de quien ostenta la jefatura suprema de aquel imperio. Su poder es inmenso, pero él quiere hacerlo más grande todavía, obviando que el mandato constitucional de 1787 se puede estirar, pero no quebrar. Debería acatar la ley que los estados («We the People») se han dado secularmente.
Hasta ahora se ha comportado en buena medida como un déspota, pero de los enfrentamientos con jueces, gobernadores, universidades y otros colectivos, más las imposiciones con las que pretende doblegar a otros países, puede salir airoso en un primer momento, pero le producirán algunas amarguras. Lo estamos viendo estos días con los fracasos cosechados en la alcaldía de Nueva York, donde venció el socialista musulmán Zahran Mamdani, y las gobernadoras demócratas de Virginia y Nueva Jersey, Abigail Sprenberger y Mike Sherrill.
Pese a todo, la democracia mantiene su fortaleza en los países occidentales. Sin equiparar lo que sucede en Estados Unidos con la realidad española de nuestros días, podemos sentirnos satisfechos de que policías y jueces se mantengan incólumes frente a determinados comportamientos de nuestra clase política y estén dispuestos a atajarlos. Ante la corrupción, que es lo que deteriora y fractura a los principales partidos, se busca la manera de ponerle coto. Nunca se conseguirá del todo, pero al menos se aprecia que nuestras instituciones no son un remedo de las repúblicas bananeras y están dispuestas a afrontarlo. ¡Con lo difícil que es ponerle puertas al campo!