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Desgraciados

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Supongo que es un defecto de las madres pensar siempre que vemos algo horrible que esa persona –sea víctima o sea verdugo– también tiene una madre, un padre, quizá unos hermanos, unos hijos. Es decir, humanizar al individuo. Lo hacemos incluso cuando se trata de perros, de pájaros o de cocodrilos. De forma inconsciente e instintiva, empatizamos porque detrás del personaje hay personas, humanos con corazón, con sentimientos, con sufrimiento. Por eso quizá aborrecemos las guerras. Todas y cualquiera.

Da igual quién tiene razón o qué mierda de causa defiendan. Estos días se han publicado en la prensa unas imágenes inverosímiles en las que unos grandísimos hijos de puta ucranianos «jugaban» con sus drones a matar soldados rusos. Como si estuvieran ante un videojuego en el que gana más puntos quien revienta más personas. Chicos, chavales. Quizá igual de hijo de puta que sus verdugos, pero con una madre, un hijo, una novia que le espera en casa. Eso es la guerra. Para algunos –desgraciados psicópatas– un juego, para otros la pérdida más cruel. Definitiva. Irreparable. Los canallas que las dirigen desde los despachos siguen a lo suyo, apostando en el casino de la muerte, jugándose, claro, las vidas de otros, de peones de ajedrez que no tienen el menor valor, son intercambiables porque para ellos –que no tienen corazón– no son personas, solo carne de cañón. Eso, que ya de por sí es terrible e injustificable, se vuelve peor cuando desde otros despachos, como los de La Moncloa, los del Congreso, los del Senado, incluso desde algunas ONG o instituciones de todo pelaje, se aprueban fondos obtenidos de los impuestos de los españoles para apoyar esa basura. Con mi dinero, no.

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