En los últimos años la izquierda española, especialmente el PSOE, ha sufrido una transformación silenciosa pero negativa y profunda. Aquella corriente que nació para defender la igualdad y la justicia de los más vulnerables se ha deslizado hacia un terreno más simbólico que político. Hoy, el progresismo institucional parece más interesado en custodiar su relato moral que en ejercer la gestión pública desde la responsabilidad y el respeto a las reglas del juego democrático.
El caso de Menorca lo demuestra con una claridad inquietante. El protagonista no es tanto el GOB (Grup Balear d’Ornitologia i Defensa de la Naturalesa) como podría parecer en un principio, sino la izquierda insular y el PSOE, que se han movilizado para impedir la mejora de la carretera general entre Maó y Ciutadella, aprobada por un gobierno legítimo y con el beneplácito de los técnicos del propio Consell. Lo más grave no es la crítica, siempre legítima, sino el método: recurrir directamente al ministro de Cultura, Ernest Urtasun, para presionar a la Unesco con el objetivo de bloquear el proyecto.
Este episodio retrata un patrón que se repite en toda España. Cuando la izquierda no logra imponerse por la vía democrática, busca un atajo moral. Se arroga la superioridad de quien dice defender «lo correcto», incluso si eso implica vulnerar los procedimientos institucionales para cumplir sus objetivos. En nombre de la sostenibilidad se desprecia la autonomía local; y en nombre de la cultura se intenta influir en organismos internacionales para condicionar decisiones que competen exclusivamente a las instituciones insulares.
Y lo más preocupante, en vez de buscar soluciones equilibradas que armonicen progreso y patrimonio, se sigue poniendo en riesgo la seguridad de la población. Hubo otros tiempos, bajo gobiernos socialistas, en los que se amplió el aeropuerto desplazando restos arqueológicos, o se movieron monumentos megalíticos para levantar el pabellón de baloncesto. Entonces nadie habló de sacrilegio cultural.
El problema no está en el ecologismo, sino en su instrumentalización. La politización del GOB podría tener un valor ambiental indiscutible si se mantuviera neutral porque se necesita siempre (gobierne quien gobierne), pero su visión le quita objetividad y lo convierte en un brazo ideológico del poder socialista. Y aprovechar la polémica para pedir «sacar al presidente del Consell en 2027», como ha pedido públicamente el secretario general del PSOE, da pistas claras de que lo que se está preparando no es una defensa del patrimonio, sino la próxima campaña electoral.
Este activismo institucionalizado, amparado por ministros y partidos afines, muestra la distancia creciente entre la izquierda y la ciudadanía real. Una izquierda que antes hablaba de salarios, vivienda o sanidad, dedica ahora su energía a librar batallas simbólicas, en ocasiones contra su propio pueblo. El menorquín que circula cada día por esa carretera dejará de ver en el GOB un garante del medio ambiente, sino un poder paralelo que impone su voluntad desde los despachos y los medios sin someterse al mismo escrutinio democrático que los gobiernos electos.
Lo que ocurre en Menorca no es una excepción, sino un espejo de la deriva del «progresismo» español: una corriente que ha pasado de representar al pueblo a tutelarlo, de promover el diálogo a censurar la disidencia, de respetar las urnas a cuestionarlas… cuando los españoles «no votan bien». Mientras tanto, ese vacío de coherencia lo ocupan discursos populistas que se alimentan del desencanto y de la sensación de que los valores democráticos se han convertido en un mero decorado.
La izquierda, que dice luchar contra el autoritarismo, olvida que el desprecio de la voluntad popular también lo es. Su problema no es de ideología, sino de actitud: ha confundido la gestión con la cruzada moral. Y cada vez que actúa por encima de la ley o al margen del voto, refuerza el argumento de quienes la acusan de practicar, paradójicamente, lo mismo que denuncia.
Si con esta situación Menorca puede enseñar algo, es que la democracia no se defiende sólo en las urnas, sino también en el respeto a sus resultados. Cuando el progreso se convierte en dogma y la participación en obstáculo, lo que queda ya no es la izquierda: es una nueva forma de poder que habla de libertad mientras la restringe. De ahí, según lo veo, el crecimiento del voto a la extrema derecha: no por adhesión, sino por rechazo al moralismo vacío del socialismo actual.