La guerra arrasa el presente, decapita el pasado, inutiliza el futuro. Destroza lo más íntegro del ser humano, incide en su abandono físico, impone el automatismo y facilita la extenuación. La guerra descompone el rostro, agría la mueca, cuartea la piel, tatúa surcos perennes, obnubila la mente. Convierte a los seres humanos en cautivos. Los cautivos de Lyman, una localidad arrasada por meses de violencia, se desplazan como autómatas mientras un incesante intercambio de disparos de artillería pesada se escucha sin interrupción y recuerda que la guerra todavía no se ha ido de sus vidas, que puede volver en cualquier momento, que en realidad regresa casi todos los días y las noches en forma de bombas que se estrellan contra sus casas.
Viktor, de 55 años, era, por suerte, el único vecino de un inmueble de ocho plantas cuando un misil ruso se estrelló contra el lateral del último piso y hundió toda la parte del inmueble donde él no dormía. Porque si no estaría muerto. La onda expansiva sacudió su casa, meció su cama como si fuera de plumas y lo dejó confundido durante muchos minutos. Y sigue siendo el único vecino que espera un trabajo de zapatero prometido por la municipalidad. Por eso aguanta entre cascotes y porque no tiene adonde ir. Nos permite subir al cuarto piso por unas escaleras y unas paredes salpicadas de trozos de la metralla de la carga del proyectil que impactó a las cinco de la mañana.
Entrar en su apartamento es como instalarse en una cámara frigorífica. Sin luz, sin gas, sin agua, sin cristales en las ventanas, la vida en su interior es intolerable y será terrible a medida que las temperaturas desciendan bajo cero. Nadia y Antonia están buscando una ambulancia para trasladar a su amiga Alexandra al hospital. Tiene una pierna gangrenada. Nos piden ayuda pero las llamadas telefónicas no surten efecto. Se acercan a tres soldados que tampoco tienen la solución. Hablan con un vecino que carece de transporte. Las mujeres lloran ante su inutilidad porque la guerra también impide cualquier gesto trivial de la vida cotidiana.
A dos centenares de metros un hombre transporta un ataúd en un remolque, reconvertido en un improvisado coche funerario. No quiere hablar. Aunque al final nos cuenta que su padre ha fallecido de muerte natural, si es que existe algo natural en una guerra. Dejan la caja abierta en el suelo y al cabo de unos minutos descienden el cuerpo amortajado entre varias personas. Y se lo llevan a velarlo y enterrarlo. Pienso inmediatamente en Alma, nuestra traductora de Sarajevo en diciembre de 1992, hace ya 30 años, en aquel día que no vino a su cita laboral porque estaba buscando un ataúd para su madre muerta. Nos la encontramos bajando la escalera de su edificio, nos gritó «Mi madre ha muerto» y nos invitó a esperarla en su casa. Nunca olvidaré aquel cadáver en el suelo de la habitación. Sí murió de muerte natural, pero nos pareció muy antinatural porque lo natural entonces era morir bajo un bombardeo.
En Lyman apenas quedan unos 7.000 habitantes de los 30.000 que vivían antes del inicio de los ataques rusos del 24 de febrero. La presencia militar es apabullante. La inmensa mayoría de los automóviles civiles van cargados de soldados. Los civiles se desplazan en bicicleta o a pie menos Nikolay, de 65 años, que cada día hace un largo recorrido para recibir ayuda humanitaria en su silla de ruedas. El casco urbano ha sido arrasado. Centenares de casas están en estado ruinoso con los cimientos hundidos. De otras han desaparecido las techumbres. Varias granjas y naves industriales yacen carbonizadas muy cerca de la estación de trenes con vagones quemados y cables de alta tensión derribados sobre las vías.
La Casa de Cultura es un amasijo de hierros retorcidos que bailotean peligrosamente sobre estanterías de libros carbonizados. Algunas salas se han inundado tras el estallido de las tuberías. Sólo un perro ladrador se desplaza por pasillos devastados y el mobiliario carbonizado. Como ha ocurrido desde los tiempos inmemoriales, la destrucción del patrimonio cultural forma parte de la estrategia de aniquilación del legado entre las comunidades en los conflictos armados.
Demoler la memoria cultural conjunta es el camino más corto para construir un relato propagandístico que incremente la irracionalidad y la persecución del vecino de ayer y enemigo de hoy. La vida cotidiana se ha reducido a la imprescindible tarea de sobrevivir tras la salida de los ocupantes rusos. Los cautivos de Lyman han pasado una gran parte de los seis meses de ocupación en los subterráneos de las casas a cubierto de los durísimos bombardeos. Vivían, cocinaban y dormían en los refugios.
World Central Kitchen, organización no gubernamental sin ánimo de lucro fundada por el chef español José Andrés en 2010 tras el terrible terremoto de Haiti, distribuye cada día entre 1.250 y 2.000 raciones de raciones desde poco después del 1 de octubre cuando los rusos huyeron de la ciudad abandonando decenas de cadáveres de sus soldados muertos en los combates. Un grupo de voluntarias comienzan a organizar el lugar de distribución situado en el hospital con la techumbre de varias alas derrumbadas por los impactos de los proyectiles. La comida es transportada cada día desde Kramatorsk, el centro administrativo de la región, situado a unos sesenta kilómetros de Lyman.
Poco antes de las 13 horas llega la furgoneta. El menú de hoy es sopa de pollo, un sándwich y café con leche. Es la única comida caliente para muchos de los beneficiaros que hacen una cola ordenada desde hace una hora a la entrada del hospital ante una cancela de hierro cerrada con un candado. El impacto de la guerra siempre es muy visible en las colas del hambre de cualquier conflicto. Hay personas que se dan la vuelta cuando sienten que sus rostros son enfocados por una cámara fotográfica. Es como si sintieran vergüenza de estar allí a la espera de una limosna en forma de sopa caliente.
La dignidad es lo que importa en este tipo de escenarios. Porque no hay nada más digno que distribuir o recibir ayuda humanitaria en pleno desastre bélico. La cola avanza lentamente en un silencio sepulcral. Nadie intenta colarse, nadie molesta a nadie. El orden exquisito con el que los seres humanos adecentan el caos. Por suerte ha salido el sol que hace más llevadera la espera a unos dos grados. Las predicciones de la temperatura de los próximos días son alarmantes: a partir de mañana jueves por la noche el termómetro descenderá bajo cero varios grados durante al menos una semana.
Nadia, de 63 años, vive sola y admite que es su única comida caliente del día. No sabe cómo explicar el hambre que pasó durante la ocupación. Sus hijos y nietos se fueron al oeste de Ucrania en febrero. Anna, de 28 años, una de las más jóvenes en la cola, recoge las raciones de su abuela, su madre y su hermana pequeña. Explica que es imposible conseguir un trabajo y toda la familia vive con dos pensiones de unas docenas de euros. Vladimir, de 65 años, recoge su ración y no tiene inconveniente en hablar mientras se frota las manos en busca de calor. Afirma tajantemente que no se quiere ir de su ciudad. Que ha aguantado todos estos meses de continuos bombardeos. No tiene agua ni gas en casa y la electricidad va y viene.
Todos los protagonistas de este relato han envejecido entre 10 y 15 años. Los nueve meses de guerra han fulminado todo rastro de dulzura en sus rostros y han entumecido sus músculos hasta dejarlos vetustos. No importa su edad, su sexo, su situación económica, su estado de ánimo, su profesión, su situación laboral. No importa si vive solo o acompañado, si su familia huyó o murió. Si cree en Dios o es ateo. No importa si ha sobrevivido a un bombazo espectacular, si su mente ha sido arrasada por la conmoción y la indefensión, si lleva horas buscando una ambulancia para trasladar al hospital a una amiga enferma o si simplemente espera su turno en una cola rutinaria para recibir la única comida caliente del día. Porque la guerra no permite sutilezas. Es descarnadamente cruel y no tiene piedad porque su gran fin es desmantelar toda capacidad de supervivencia.