Adriana F. Alburquerque tiene 39 años pero cuando se echa a andar, uno piensa que se trata de una mujer de más de 80 años. Reside en el segundo piso de una finca sin ascensor y bajar las escaleras es casi una proeza que no está dispuesta a superar todos los días. Por lo que vive en un confinamiento casi perpetuo y su vida social se ha reducido a la mínima expresión. Hace tres años le diagnosticaron fibromialgia y cansancio crónico, que viene acompañado de una depresión que arrastraba del pasado, pero se ha agudizado con el declive de su estado físico. «Vivo con dolor las 24 horas del día. Esto no es vida. De verdad que no sé por qué tengo que vivir. He llegado a pensar que lo mejor es tirarme por la ventana y acabar con todo», llega a confesar entre lágrimas.
Adriana apunta a que desde niña la han llamado en casa, el colegio y en el trabajo «la pupas». Al menos ahora sabe que su situación tiene una causa, un nombre: fibromialgia. «Siempre he tenido dolor en las articulaciones, pero los médicos lo achacaban a mi hiperlaxitud -mayor flexibilidad en las articulaciones, músculos, cartílagos y tendones- y a mis problemas con la ansiedad, con la que batallo desde adolescente. Y ahí está uno de mis escollos. Los médicos ven este trastorno en mi expediente y achacan todos mis males a la ansiedad. No es así. Tenía algo más», denuncia Adriana.
De los dolores pasó a los problema de colon. Pero Adriana sufría del estómago desde la infancia. Y ya saben que le llamaban 'la pupas'. Llegó un momento en el que llegó a ir 14 veces al baño; algunas no le daba tiempo a llegar. «Incluso en la calle me lo he hecho encima», recuerda sonrojada. Se quedó en los huesos y pasó a usar la talla 32. Físicamente parecía un cadáver. Y aún así el diagnóstico inicial fue intolerancia al gluten. Más tarde pasaron al colon irritable.
El siguiente pasó en su calvario fueron las caídas continuas, sin obstáculos visibles. Un par de esguinces, incluso se fracturó una costilla al girarse para coger una bolsa del asiento trasero de su coche. Eso fue en octubre en 2019, y vino acompañado de la dificultad a la hora de comunicarse. Estuvo más de un año de baja. Finalmente le diagnosticaron fibromialgia, la llamada enfermedad invisible debido a que no se puede observar una causa aparente de este dolor. Muchos pacientes la describen como un «dolor de pies a cabeza». El de Adriana es de grado 3. Para algunos se estanca, e otros evoluciona. «Lo mío es una película de terror», apostilla esta joven.
Adriana volvió a su trabajo de auxiliar de enfermería en abril del año pasado. Pero lo hizo ayudada por bastones de montaña. A su empresa no le sentó bien. «Pero qué iba a hacer, si no me puedo sostener por mí misma. Ahora ya voy con muletas, si no no puedo levantarme». Con la fibromialgia diagnosticada y un 52 por ciento de discapacidad acreditada, esta joven seguía acudiendo al psiquiatra porque presentaba ideas autolíticas, o lo que es lo mismo, pensaba en el suicidio como una salida a su situación. En noviembre de 2021 volvieron a darle la baja.
En marzo recibió un nuevo jarro de agua fría. El juicio para lograr la incapacidad permanente falló en su contra. «El informe de la forense era demoledor. Sin haberme conocido apunta a que puedo trabajar, sin sentarse ni un minuto conmigo. Llega a decir que no voy habitualmente al psiquiatra. Si me han recetado el segundo antidepresivo más fuerte que hay en el mercado», critica Alburquerque, al tiempo que arremete contra el INSS: «no quiero estar así. Me hacen sentir como tengo cuento. En otras comunidades te dan más facilidades. Aquí no. Te hunden. Es un trato inhumano. Pero de verdad se creen que yo quiero vivir así, en el cuerpo de una anciana, sin dormir por la noche, pero metiéndome en la cama a las 11 de la mañana porque el cuerpo no me aguanta».
El 29 de noviembre se acaba su baja. Entonces verá si el tribunal médico le obliga a volver a trabajar, para lo que, asegura, «no estoy preparada»; o le amplían la baja seis meses más. «Convivo con el dolor y la incertidumbre. Nadie se merece algo así», finaliza.