La tarde del pasado lunes fue especialmente agitada en la centralita del Teléfono de la Esperanza. La trágica muerte de la actriz Verónica Forqué llegó a triplicar las llamadas al 971 461 112, número de teléfono al que muchas personas se agarran como última tabla de salvación cuando no ven otra salida que el suicidio, palabra maldita que sigue siendo tabú a pesar de que represente hoy la principal causa de muerte no natural en España.
Los números son rotundos: hasta once personas se quitan la vida cada día en nuestro país. De ellas, 87 lo hicieron el pasado 2020 en el Archipiélago.
La pandemia y toda la incertidumbre que ha generado entre la ciudadanía ha multiplicado de hecho las tentativas de suicidio, y ha extendido la problemática hasta el sector más joven de población. Cuenta Lino Salas, portavoz del Teléfono de la Esperanza en Balears, que si antes de la llegada del COVID podían recibir una media de tres llamadas diarias para hablar del suicidio, esa cifra se ha quintuplicado durante el primer semestre del presente año. Sus datos cuadran con la realidad que refleja también el Observatorio Autonómico del Suicidio, donde hablan de hasta un 50 % de incremento en el número de tentativas, especialmente durante los últimos cuatro meses.
Varias causas
Las causas que pueden llevar a una persona a tomar tan drástica decisión son de todo tipo, aunque los expertos coinciden en señalar que se trata de una situación multifactorial, más allá de que sí pueda existir un factor detonante. En el caso de Blanca, por ejemplo, se acumularon muchas dificultades: un aborto no deseado, la separación de quien era su pareja y el fallecimiento de un familiar. A todo ello se sumó, en su caso, un diagnóstico de trastorno bipolar que, el 24 de mayo de 2018, con 40 años de edad, le llevó a intentar quitarse la vida.
Blanca sufre desde entonces importantes secuelas físicas que le obligan, entre otras cosas, a medicarse con morfina. Las otras secuelas –quizá más duras– son emocionales: desde aquel día, ha perdido el contacto con su hijo mayor de edad, con su madre y con su hermano. «No me lo han perdonado», lamenta ella desde un pequeño pueblo sevillano en el que reside para poder acudir diariamente a su cita en el hospital medular de la capital andaluza. Asegura Blanca que le «encanta la vida», pero admite al mismo tiempo que no se considera rehabilitada. «La soledad es dura», lamenta mientras sueña con regresar, más pronto que tarde, a su querida Ibiza, y reencontrarse también con su hijo, que tiene ahora 23 años.
Supervivientes
Blanca es una superviviente. Salió adelante tras intentar quitarse la vida. Pero así se les llama también a los familiares de aquellos que sí logran suicidarse. En Balears, algunos de ellos están reunidos en Afasib, una asociación creada hace cuatro años por Francisca Morell, después de perder en esas circunstancias a su hermano, que tenía 28 años.
Francisca conoce bien el terrible sentimiento de culpa que persigue a familiares y amigos de quienes se quitan la vida. «Inevitablemente tiendes a pensar que lo podrías haber evitado» y eso, asume, supone «un castigo añadido» a una muerte, ya de por sí, tan dolorosa.
A su hermano Pep se le acumularon, en un breve periodo de tiempo, demasiados problemas de todo tipo: familiar, laboral, personal y de salud. Un cóctel que, aún sin trastorno mental de por medio, le haría ver el suicidio como su única salida. Cuenta ahora Francisca que personas de su entorno todavía no han sido capaces de enfrentarse con esa realidad y, ante terceros, atribuyen a un accidente la causa de su muerte. «Debemos aprender a decir la palabra suicidio –sostiene ella– sin que las miradas nos afecten, sin tener que decir mentiras». El estigma imborrable.
En los medios
El suicidio ha sido históricamente un tema tabú, también en los medios de comunicación. Hoy, sin embargo, supervivientes y especialistas coinciden en señalar que se debe normalizar el tratamiento de ese tipo de información, siempre, claro está, que no se caiga en el amarillismo, aportando detalles innecesarios, como ha ocurrido en el reciente caso de Verónica Forqué. Aina Fernández Vidal es psiquiatra y coordinadora asistencial del programa de Atención y Prevención del Suicidio. Ella tiene claro que el temido efecto contagio no existe siempre que se eviten aspectos morbosos.
De hecho, si se le da un tratamiento adecuado «puede llegar a tener incluso el efecto contrario» y contribuir a su desestigmatización.
Partiendo de la base de que no existe, ni por edad ni por estrato social, un perfil de persona proclive al suicidio, la psiquiatra subraya un consejo por encima de cualquier otro: hablar mucho, pedir ayuda, explicar el complicado mundo interior que se ha formado y que conduce a un callejón sin salida. Reclama, en definitiva, dar señales explícitas a un entorno familiar y social que casi nunca está preparado para captar las de carácter implícito, que acaban por ello convirtiéndose en invisibles. «Y si ese entorno no existe –concluye– se pueden acercar al médico de cabecera o al de urgencias, donde siempre le van a escuchar y le van a atender».
El apunte
El acoso en redes sociales, un factor más
Las redes sociales se han convertido casi desde sus orígenes en el lugar idóneo para que muchas personas, casi siempre anónimas, vuelquen sus frustraciones, odio e ira hacia personajes más o menos conocidos, que acaban convertidos en diana ideal para el linchamiento público. Verónica Forqué no pudo escapar de ese acoso y derribo practicado por usuarios de Twitter que, durante semanas, mientras la actriz tomaba parte en el concurso televisivo Masterchef, le insultaron y humillaron por cada uno de los gestos o palabras que utilizaba en el programa de TVE.
Víctima durante años de una depresión que ella misma había reconocido para contribuir así a eliminar el estigma que arrastran los problemas psíquicos, Forqué fue acosada sin descanso a través de las redes. Un hecho que, según señala la psiquiatra Aina Fernández Vidal, no podría resultar suficiente en sí mismo para llevar al suicidio de la actriz, pero sí pudo suponer una pesada piedra más en ese complejo camino hacia una recuperación que nunca lograría.
Más cerca, en Mallorca, el instructor de delfines José Luis Barbero se convirtió hace seis años, para su desgracia, en el trágico ejemplo de cómo las redes sociales pueden llegar a poner contra las cuerdas a una persona aparentemente sana, pero que se ve superada por la espiral de descalificaciones que, en su caso, le acusaban de ser un maltratador de animales. Unas imágenes difusas y unas palabras más o menos gruesas («vaga» o «tonta» eran sus peores adjetivos) dirigidas hacia los delfines que adiestraba en las instalaciones calvianeras de Marineland, provocaron un despiadado ataque por parte de los animalistas. Barbero, incapaz de gestionarlo, optó finalmente por quitarse la vida.
‘Un vídeo mató al rey los delfines’, titulaba algún medio en aquel mes de marzo de 2015, cuando Twitter demostró su poder para destrozar el prestigio e incluso la vida de las personas, a partir de 140 caracteres. Hoy, a falta de una regulación específica, miles de haters se conectan a diario para escupir odio, ignorando el enorme daño, profesional y personal, que se puede causar a través de unas redes sociales que, en demasiadas ocasiones, parecen cargadas por el diablo.