El antropólogo David Kaplún, experto en género, diversidad cultural y violencia, plantea una reflexión urgente sobre el papel de las pantallas digitales en la configuración de una sociedad que sufre de lo que llama «atrofia afectiva». Algo que afecta especialmente a los jóvenes que han crecido en un mundo totalmente digitalizado. Al igual que el fuego o la plaza en tiempos pasados, estos dispositivos cumplen hoy la función de satisfacer una necesidad primordial para nuestra especie: conectar con otros.
«Siempre hemos necesitado formar parte de grupos porque somos gregarios», recuerda con motivo de una visita a Mallorca invitado por la Federació d’Associacions de Pares i Mares d’Alumnes (FAPA) para dar formaciones sobre cómo abordar las masculinidades tóxicas y la violencia de género. Si la hoguera y el ágora pública permitían el encuentro, ahora eso lo ha suplantado el dispositivo digital, pero saltándose lo más imprescindible: el contacto físico. Y esa falta de corporalidad simplifica las relaciones hasta atrofiar muchas habilidades sociales imprescindibles para resolver conflictos con muchos matices.
«Hay una mayor sensación de soledad entre los que han tenido más acceso a las pantallas. WhatsApp, o cualquier otra red, nos aleja de las personas que están cerca y nos acerca a las que están lejos. Eso simplifica las relaciones sociales», advierte. Ante esta soledad, los adolescentes, hombres especialmente, pero también adultos, caen en la maraña del negocio del odio en el que las emociones negativas se convierten en un recurso que monetizan las grandes tecnológicas.
«Las redes dan información muy comprimida, sin matices. Todo es blanco o negro, lo cual polariza la vida. Es algo intrínseco al algoritmo que se nutre de los malestares», insisten Kaplún. «Hay mucha gente ganando miles gracias a la confrontación. El negocio armamentístico, que parece lejano, se vuelve cercano cuando consumimos un mensaje de odio hacia otros», señala.
«Caemos como moscas en un entorno en el que no hubiéramos caído si nos hubieran dicho que lo que hay ahí no es verdad», comenta el antropólogo, algo que se intensifica si la persona carece de una red analógica de personas en las que puedan confiar y le aporten una visión más plural de lo que ven en la pantalla.
El cambio es posible
Kaplún ha experimentado con todos los grupos de alumnos con los que ha trabajado que cuando esa violencia se lleva a problemas cotidianos, en las relaciones analógicas con la familia, sí empatizan. «Se dan cuenta de que están queriendo formar parte de un grupo que naturaliza la violencia a través de códigos introducidos por la pantalla», dice, porque esa lógica digital es la que ahora se reproduce dentro y fuera de los institutos.
«Cuando ven que reproducen daño naturalizado, no quieren replicarlo, y no hay pantalla que iguale el nivel de atención que muestran los chavales en la formación», asegura orgulloso, y anima a actuar: «Cualquiera puede convertirse en alguien que transforme a su entorno socioafectivo».
David Kaplún. Otro del pueblo elegido que predica desde su púlpito cómo deben pensar y sentir los goyim.