Asentada desde agosto de 2012 en Cambridge, una ciudad muy cercana a Boston, Marta ya conocía desde hace tiempo Estados Unidos, país donde había vivido durante estancias mas cortas, en lugares como Nueva York, Princeton o Chicago. Es un país que siente «muy cerca» porque en él ha pasado temporadas muy importantes de su vida y es donde actualmente desarrolla su carrera profesional esta profesora de literatura inglesa y comparada, nada más y menos que en la universidad de Harvard.
¿Qué se siente al formar parte de la comunidad de una de las universidades más prestigiosas del mundo?
— Entusiasmo y una gran intensidad, no tanto porque uno forme parte de una universidad de las más prestigiosas como porque es una de las más excelentes del mundo en términos de conocimiento. Uno siente que todo su entorno lo está permanentemente ayudando a pensar, y a hacerlo críticamente. Es algo que hacemos en todos los momentos la vida, por necesidad, pero yo nunca había estado en un lugar que te ayuda a hacer eso permanentemente. En España no tenemos malas universidades y hay gente valiosísima trabajando en ellas, pero a la educación y a la investigación no le hemos dado todavía la suficiente importancia. Por aquí pasan los mejores especialistas en todas las disciplinas y eso ayuda muchísimo al estudiante y al investigador a conocer el estado de la cuestión de su disciplina y a saber hacia dónde se dirige, algo que desde España y en los campos humanísticos nos cuesta mucho tiempo y trabajo.
¿Cómo dio el salto a EE.UU?
—En 2002 fui a estudiar el último semestre de la carrera a Boston. Desde entonces, y porque he trabajado temas de relaciones raciales y literatura americana y afroamericana, he ido volviendo. He pasado temporadas de investigación, básicamente a empaparme de lo que no encontraba en las universidades españolas con facilidad. Cuando llegué a Harvard lo hice porque me aceptaron como investigadora visitante para un periodo de un año, que combiné con un lectorado de lengua y literatura catalanas en la misma universidad. Las condiciones anteriores como profesora asociada en la universidad catalana eran, simplemente, imposibles. Esta oportunidad me permitió no solo dar un salto al otro lado del océano, sino también dar un salto académico a un lugar que me permitía seguir con mi trabajo y me ofrecía las mejores condiciones. Además, vine a trabajar con el profesor Werner Sollors, quien había sido, sin él saberlo, un maestro en papel, y ahora es un maestro de carne y hueso siempre dispuesto a ayudarme.
Supongo que con el inglés no tendrá ningún tipo de problema...
—Pues depende de cómo se mire. A los que nos interesa el lenguaje y nos importan las lenguas, siempre nos parece que el dominio de una lengua es siempre infinito. Yo pienso, hablo y escribo en inglés sin problemas, pero siempre siento que me falta todavía mucho y que hay unas zonas lingüísticas a las que un hablante de una segunda lengua no llegará nunca. Es una sensación de extrañamiento bien interesante, algo similar a una distancia crítica, que te obliga a ver la lengua desde afuera. Yo publico todos mis trabajos en inglés, prácticamente, pero todavía mando mis artículos a corregir y me he apuntado a un curso para mejorar el discurso público. ¡El cuento del nunca acabar!
Le han concedido la prestigiosa beca Marie Curie del European Research Council. ¿En qué consiste su proyecto de investigación?
—El proyecto de la beca consiste fundamentalmente en investigar cómo la innovación en la técnica narrativa se ve influida o utiliza el contexto cultural e histórico contemporáneo en las novelas en particular. El proyecto se concreta en la escritura de un libro titulado «Narrative Reliability, Racial Conflicts, and Ideology in the Modern Novel» y la investigación para otro provisionalmente titulado «Juan Benet en conversación». En otras palabras, en el caso del libro que estoy escribiendo ahora estoy viendo cómo los narradores en las novelas cuentan las historias de una forma que no convence al lector.
¿Nos puede poner un ejemplo?
—Un ejemplo claro de eso sería el cuento de Poe «Tell-Tale Heart», en el que un asesino cuenta su crimen justificándolo, o «Lolita» de Nabokov, en la que el narrador intenta justificar su pederastia. Me interesa ver cómo se construye la confianza y la autoridad en el discurso novelístico. Pero yo relaciono ese proceso también con los discursos que no son ficcionales sino ideológicos. El discurso racial es un caso muy claro de eso: ¿por qué algo como el discurso racial pudo llegar a justificar la segregación racial en Estados Unidos (1896-1964), un sistema político y económico de privilegio basado en la exclusión de los que legalmente fueron considerados «negros»? Algo tan absurdo pero tan poderoso, que está en las capacidades del lenguaje, consigue llegar a forjar una autoridad ideológica a niveles casi increíbles. Todo eso se refleja en la literatura.
Un trabajo extenso...
—Por otra parte, como parte del proyecto, organizo actividades y busco formas de establecer y consolidar las relaciones entre la Universitat de Barcelona y Harvard, en particular a través de una perspectiva de los estudios literarios llamada «World Literature», que tiene sus mayores exponentes académicos en este departamento en Harvard. Parte del proyecto consiste también en perfeccionar mi perfil académico, por lo que desde que llegué sigo como oyente algunos cursos que están relacionados con mi investigación.
¿Qué opinión le merece el sistema universitario americano?
—Tiene, como todo, pros y contras. Tiene la ventaja de que la educación superior está más considerada aquí que en España. Se fomentan el valor del trabajo, de la interacción y el trabajo en equipo, de la ambición intelectual, del esfuerzo personal. Es, por supuesto, un sistema más competitivo que el nuestro para lo bueno y para lo malo. Los estudiantes en general comprenden más la importancia de su educación y si uno estudia más y mejor suele tener proporcionalmente muchas más oportunidades de encontrar un buen trabajo que en España. El sistema universitario, porque genera vínculos de comunidad de por vida, y porque obliga a desplazarse en la mayoría de los casos, también incentiva la movilidad de la población activa que ha cursado estudios superiores. No obstante, es un sistema que, siendo sobre todo privado, produce desigualdades hondísimas.
¿Pagarse una carrera allí no es tan fácil?
—Las carreras en general las pagan los padres y las complementan los estudiantes a base de créditos. Por ello el sistema acentúa drásticamente las diferencias socioeconómicas. Sólo las universidades públicas y los community colleges, que van destinados a profesionalizar y garantizar los mínimos de unos estudios superiores, son más baratos. Algunos de los mejores estudiantes, sin embargo, tienen acceso a becas que cubren gran parte de sus estudios.
¿Qué tal se ha adaptado al estilo de vida americano?
—Bien. Es que ya lo conozco mucho. Me gusta que los espacios son mucho más amplios, que el área de Cambridge-Boston es una ciudad que brinda muchas oportunidades de todo tipo, culturales, sociales, y a la vez se vive muy cerca de la naturaleza. Además este lugar tiene gente muy variada y tampoco se puede decir que uno se sienta haciendo una vida muy especialmente «estadounidense» si se piensa eso en términos de fast food, deporte, y malls. Hay todo eso, pero hay mucho más, sobre todo porque aquí se concentra una población internacional cambiante, que trae al lugar formas de vivir completamente distintas.
¿Se siente bien acogida?
—Siempre me he sentido muy bien acogida en Estados Unidos. En el trabajo la gente me ha integrado siempre tanto como profesora como en mi faceta de investigadora investigadora. Ahora, aunque tengamos un trabajo que requiere muchas horas en solitario, en gran parte lo hacemos conjuntamente, en esa reina que es la biblioteca Widener de Harvard. Hay gente de todas partes con las que convives mucho, y con los que descubres cada día maneras distintas de comer, de vivir, de pensar. Eso es algo que convierte tu vida en un constante descubrimiento. Si algo no tiene esta vida es monotonía. Además, mi experiencia con los norteamericanos es que son muy abiertos y están muy dispuestos a ayudarte. El primer día en Princeton una mujer supo que mi hijo tenía intolerancia a la lactosa, y sabiendo que no teníamos coche, vino a traerme dos cartones de leche especial para él. Estos gestos se han ido repitiendo con los años. He hecho muchos amigos e incluso tengo a dos amigos menorquines de siempre, Jamie Prieto y Esther Villalonga, porque ella también está trabajando en Harvard, así que me siento como en casa.
¿Cómo es un día cualquiera en la vida de Marta en Boston?
—En mi caso, ahora, una vida regalada. Mañana y tarde de lectura y escritura en casa o en el campus, conferencias generalmente por la tarde algunos días a la semana, discusiones, reuniones y cafés con colegas, y un par de clases a la semana de los cursos que siga, ya sean lenguas (primero francés, ahora árabe), ya sean clases de literatura. A mediodía, a media mañana o a media tarde, paréntesis cafeteros con amigos. Por las noches, vida social y espectáculos. Este año que mi hijo está en Barcelona, esta es mi vida.
¿Tiene planes de quedarse en EE.UU a largo plazo?
—El proyecto europeo que tengo me obliga a pasar el año siguiente en Barcelona, como compensación o retorno del conocimiento adquirido en Harvard. Imagino que iré volviendo a Estados Unidos, pero todavía no sé en qué formato ni en qué circunstancias. Está claro que si hay otro punto de referencia en mi vida a parte de Barcelona y Menorca, ese es Estados Unidos.
¿Se siente atraída por escribir literatura?
—Esta siempre es «la» pregunta para los críticos. Mi profesor Javier Aparicio siempre decía que el crítico es un escritor frustrado y el escritor Ricardo Piglia siempre me decía que el escritor es un crítico frustrado. Una risa. Siempre me ha atraído escribir y he escrito algunas «cositas», como decimos los profesores de literatura. Primero pensé que me faltaban experiencias, luego pensé que me faltaba tiempo y ahora no sé qué pensar. Todavía pienso que algún día me voy a poner a escribir, pero todavía no lo sé. Ya se verá. Esto tiene que salir solo.
¿Qué es lo que más echa de menos de Menorca?
—Echo de menos ese compendio de padres, amigos y geografía, esa cartografía personal, ese mapa que eres tú mismo. Eso que es tu infancia y juventud y es tu punto de referencia, que te da seguridad, que te da anclaje, que te da calma porque te define. Y parte de esa geografía es el mar y nuestro mar. Es tan parte de mí que incluso me he puesto a leer sobre el mar y su imaginario, y sobre las islas como mundo particular. Sin duda es la traducción de una añoranza.
¿Viene a menudo?
—Intento ir dos veces al año por lo menos. ¡Hay demasiadas cosas y personas importantes como para no ir a menudo!
¿Se imagina viviendo en EE.UU hace treinta años, sin Skype, correo electrónico o internet?
—Hace mucho que vivo fuera , y al final Barcelona o Estados Unidos, tampoco es tan distinto. Es distinto más que nada para moverse de un lado al otro. En la vida diaria la comunicación cibernética es tan accesible que vivir lejos es por supuesto mucho más fácil. Sin Skype o internet en estos momentos no me hubiera podido separar de mi hijo. La sensación de inmediatez, con todos los problemas y las angustias tecnológicas que se quieran, es muy grande y, aunque es incomparable con tener a los tuyos contigo, es mucho más llevadero.