Todo empezó cuando su mente infantil acumuló imágenes de las maravillas del mundo gracias a una colección de cromos. Los atesoraba mientras convalecía de una enfermedad que le mantuvo en cama dos meses y se decía a sí mismo, mientras rellenaba sus álbumes, que un día lograría ver aquellos tesoros: el mausoleo del Taj Mahal, el buda gigante de Kamakura en Japón o la pagoda dorada de Rangún, la antigua capital de Birmania.
Gabriel Julià, más conocido por sus actividades en el mundo de la música y de la cultura menorquinas, guarda además una faceta de viajero incansable. En su casa de Ciutadella hay recuerdos de viajes por todo el mundo, aunque sin duda este profesor retirado siente auténtica pasión por Oriente y, en especial, guarda en su memoria todos los detalles de su primer recorrido por India.
«No era un viaje, sino que era el viaje de mi vida», asegura. Se le ilumina la cara cuando desgrana las peripecias de aquella primera gran escapada, en 1977, en un tour de tres semanas, en unos años en los que ni era tan fácil viajar ni era habitual embarcarse en semejante aventura. No había aerolíneas low cost ni los españoles salían tanto como ahora a conocer el mundo.
«Fui con mucha prevención, en un grupo organizado, era la primera vez que iba tan lejos, pero pronto vi que podía estar tranquilo», relata. Y al tener la sensación de que nada malo iba a pasar «a partir de ahí hice el rebelde, me gustaba parar en pequeños pueblos», y añade sonriente, «yo me doy a que pasen cosas».
India, un sueño
En 1978 repitió con igual ilusión la experiencia en India, pero al regresar de nuevo en 2015 en un viaje con su familia, le pareció que de aquella India que conoció hace cuarenta años ya no queda nada. «Fue el error más grande que he cometido, las ciudades eran urbes americanas, ni siquiera encontré la plaza de Kajuraho donde estuve la primera vez, todo eran avenidas con tiendas, me desengañé», reconoce.
Ya lo dice una viajera impenitente, la periodista radiofónica Esther Eirós. «Si no quieres desilusionarte, no vuelvas al lugar que te gustó». Aunque siempre habrá excepciones para esa regla, lo cierto es que este menorquín viajero ha experimentado esa misma sensación con muchos más lugares. Sabe que ha visitado países que en realidad ya no existen tal y como él los conoció, bien por los cambios políticos y culturales que han vivido, o por trágicos conflictos bélicos, o por el desarrollo que ha transformado las formas de vida que admiró. «Hay países que ya nunca serán lo que yo recuerdo», asiente.
En esa lista se pueden incluir la Rusia de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) «en el primer viaje que realizó Aeroflot desde España»; Irán, con el único grupo español que viajó «a ese país de fábula» en la época de Jomeini. Siria «uno de los países más hermosos en cuestión artística, con una cultura antiquísima, una mezcla musulmana y cristiana, con ciudades como Alepo, que ya no existe». En el país ahora destruido por la guerra existe «el castillo de las cruzadas más famoso del mundo, el Krak de los caballeros, inmenso, y después para mi la ciudad más maravillosa que es Palmira. Nos levantamos a las dos de la madrugada y a oscuras, con frío, caminamos para ver salir el sol en Palmira, y es una de las cosas que no se pueden olvidar nunca».
El visitante que siempre evitó tomar 'fotografías robadas'
Respetuoso con los habitantes locales y sus costumbres, Gabriel Julià asegura que jamás fotografió nada para lo que no hubiera solicitado permiso antes, especialmente las personas. De sus viajes no solo le gustaba visitar los monumentos, los lugares obligados, sino también mezclarse con la gente. Algo que distingue al simple turista del viajero que quiere conocer, aunque sea en un tour programado, lo máximo de la tierra que le acoge.
¿Qué le impulso a hacer la maleta y recorrer el mundo?
— En 1977 por circunstancias familiares, tuve la libertad y las posibilidades de empezar a viajar. Tenía aquella idea fija de cuando era pequeño, de aquellas maravillas que quería conocer y me dije «un día tengo que verlo». Y cuando regresé de mi primer viaje a India ya tenía decidido que lo iba a repetir, allí empezó la fiebre.
¿Por qué le atrae Oriente?
— He estado en otros lugares, en Sudáfrica, donde descubrí lo que era la naturaleza; en Sudamérica, donde pude visitar las cataratas de Iguazú, Brasil, Argentina, Uruguay y Perú, donde tuve experiencias increíbles también.
He visitado Estados Unidos y Canadá, y también he hecho viajes cortos por Europa. Pero es cierto que los viajes largos que más me han maravillado han sido a Asia y a Oriente Próximo. Contemplar esas construcciones, con un híbrido cristiano-oriental, visitar Irán, la antigua Persia, que es el jardín de las rosas, donde surgió la religión de Zoroastro y después, la presencia mulsulmana. Estar yo solo, en una de las mezquitas más famosas de Isfahán, sin un alma, sentado y poder contemplar, tranquilamente. O aquella angustia y emoción tan fuerte cuando entré en el Taj Mahal, pensando «tengo tanta suerte».
Aunque también es cierto que no fue así la última vez que estuve, porque hubo que pasar revista como cuando vas a coger el avión, eso ya no me gustó.
¿Cómo era su relación con la gente?
— Te encontrabas con niños jugando por la calle, después ya a lo mejor venía el padre, te preguntaba algo y al final te encontrabas sentado en una alfombra y te ofrecían té, pastas..., estabas con ellos. Pueden parecer tonterías pero era llegar a un lugar y vivir aquello. No pensabas si tú eres cristiano y ellos no, eso no entraba. El mundo era así y podría haber seguido siendo así, si los occidentales a veces no hubiéramos ayudado a armar algunos países en lugar de ayudar a hacer colegios y hospitales..., pero en fin.
Una de las personas más fabulosas que he conocido en mi vida era una señora india, paseábamos por la calle y si veía algo que podía ofrecerme para comer me decía «prueba esto o aquello» y yo lo hacía sin ninguna preocupación, porque pensaba que nada de lo que me pudieran dar me iba a hacer daño.