Construidas a comienzos del siglo pasado como refugio de pescadores y mariscadores y, con el tiempo, convertidas en punto de encuentro de grupos de amigos y familias, las casetes de vorera que se levantan a lo largo de la costa de Menorca son testimonio de una época y, más aún, de una manera de vivir prácticamente con los pies en el mar que forma parte de la cultura menorquina. Entre otros enclaves, en la ribera norte del puerto de Maó, en la zona conocida como La Solana, se alzan una decena de estas casitas que desde su constitución han sido regentadas por familias menorquinas que las han disfrutado generación tras generación.
Ahora, después de años de historia, tres de ellas están abocadas a la destrucción por la falta de mantenimiento que han sufrido desde que Autoridad Portuaria ordenó su desalojo hace más de una década y los antiguos concesionarios de las casetes de vorera alzan la voz para protegerlas.
«Mi abuelo construyó la primera casita y mi padre la hizo un poco más grande», relata Antònia Mus, que heredó la concesión del refugio de su padre, mariscador de profesión que cerró el negocio y se jubiló cuando el puerto de Maó se contaminó en los años 70. También se hizo con otra de las concesiones. «Quisimos mantener la edificación como casita de verano, para ir los fines de semana», reconoce, y por ello «la restauramos y la mantuvimos durante los 35 años que estuvimos disfrutándola en familia». Los esfuerzos y las inversiones que hicieron para mantenerla en pie han caído, finalmente, en saco roto: esa casita que fue lugar de tantos recuerdos es una de las tres que Autoridad Portuaria procederá a demoler por estar en un estado ruinoso.
Proceso de reversión
En 2010, Antònia Mus, como el resto de concesionarios, se vió en la obligación de entregar las llaves de aquel refugio familiar a Autoridad Portuaria. «Fue escandaloso, como si nos dieran una estocada», recuerda. La entrada en vigor de la Ley de Puertos del 27 de noviembre de 1992 supuso la prohibición, de forma expresa, del uso residencial en terrenos situados en zona portuaria y llevó a la Administración a regularizar la situación en La Solana con concesiones que pasaron de ser de 90 a 17 años. «Todos los concesionarios estábamos en desacuerdo, pero no nos veíamos con fuerzas de posicionarnos en contra de la Administración», explica Mus, que fue incapaz de entregar las llaves personalmente. «Prometí que nunca lo haría, tuve que pagar a un abogado para que lo hiciera, emocionalmente mis pies no me llevaban hasta Autoridad Portuaria», admite.
Fue un proceso «muy doloroso y muy duro», coincide Josep Pons, otro de los herederos de las concesiones de esos refugios, en este caso, de su tío, que era pescador. «Yo iba de joven, a pescar, a pasar los fines de semana», declara. Cuando heredó la concesión, continuó con las labores de mantenimiento de la estructura de la casita hasta que entregó las llaves, también, en 2010.
Mantenimiento constante
«Durante los 46 años que fui, nunca hubo ningún desperfecto», asegura. Cuidar con mimo esas casetes de vorera era una actividad compartida por todos los usuarios de la zona. «Si no lo hacíamos, podían inclinarse como la Torre de Pisa y acabar desmoronándose», confiesa, al mismo tiempo que considera «lógico» que Autoridad Portuaria vaya a derribar, como ya hizo con una en 2019, tres de las casitas porque «cuando algo no se quiere de verdad y se mantiene, acaba dañándose» y más en un lugar tan delicado como el puerto de Maó.
«Era algo especial, pintoresco, único, muy difícil de encontrar en cualquier otro lugar», expresa Josep Pons, que removió cielo y tierra para que los concesionarios pudieran mantener los permisos de manera legal. Lo mismo piensan los hermanos Milá, que descubrieron estas casitas gracias a su tío Alfonso Milá, arquitecto de profesión que compró las concesiones a los pescadores y mariscadores tras la contaminación del puerto en los años 70 y reconstruyó, con mucho esmero, un par de casitas que, tras su muerte en 2009, heredó su ahijado Lorenzo Milá.
«No entendimos por qué se ordenaron los desalojos sin que hubiera ningún proyecto para esas casitas», reconoce Lorenzo Milá, que insiste en que «lo lógico hubiera sido que Autoridad Portuaria aprovechara la voluntad de los usuarios de seguir manteniéndolas». Las reparaciones que hacían, explica, eran constantes para sostenerlas y conservar el valor sentimental y familiar que tenían esas casitas, especialmente, para ellos.
En el caso de Mercedes Milá, La Solana era el lugar que más le gustaba del mundo. «Me enamoré enseguida de Menorca, estaba enganchada, y estar en esas casitas significaba felicidad, tranquilidad y mucha paz, para mí era el paraíso», revela. Junto con su exmarido, José Sámano, compró una de las concesiones para disfrutar plenamente de lo que le aportaban esas casetes de vorera y arregló la infraestructura «como si nunca se me fuera a acabar la vida». La orden de desalojo la vivió «como si me estuvieran clavando un cuchillo en el corazón». Los Milá, al igual que Ana Belén y Víctor Manuel, que también tenían una concesión, se opusieron con firmeza al fin de los permisos y fueron a los tribunales.
«Nos dejamos la piel, pero no había nada más que hacer», lamenta Mercedes Milá, que fue incapaz de vaciar la casita y tuvo que pedir ayuda a sus hermanas. «Fue una ruptura sentimental muy brusca», explica Josep Pons, que subraya que no solo les dolió que les retirasen la concesión, sino también las maneras y la actitud de Autoridad Portuaria. «Estaban cerrados en banda, nunca hubo posibilidad de dialogar», asegura.
El desalojo culminó en 2013, cuando la Administración se hizo con la última concesión que tenía pendiente de recuperar, la otorgada a la familia Milá. «Abandonaron las casitas a su suerte, hemos visto pasar los años sin que hayan hecho nada», critica Mercedes. Su hermano, Lorenzo, siente las consecuencias porque «todos perdemos una arquitectura popular única en el puerto de Maó, unas casitas que en otras partes de la Isla se han puesto en valor».
El apunte
«Fue una decisión unilateral, nunca hubo diálogo ni alternativas»
«Fue una decisión unilateral, nunca hubo diálogo ni alternativas», coinciden los antiguos concesionarios de las casetes de vorera de La Solana. Josep Pons recuerda que «nos amenazaron con que vendría la policía y tiraría las puertas» si no acataban la orden de desalojo. Eran conscientes de que no eran propietarios, sino concesionarios, pero la historia de las casitas y el vínculo afectivo que tenían con ellas les llevó a intentar encontrar alguna forma de seguir con los permisos, al menos, para mantenerlas en pie hasta que tuvieran un destino definido. «La Administración sabía que el puerto de Maó era la gallina de los huevos de oro y quiso hacer negocio, los cánones para utilizar las casitas con otros fines pasaron de 1.000 euros anuales a 1.000 euros cada mes», denuncia Antònia Mus. Intentaron, por todas las vías, encontrar una solución pero «la actitud fue muy autoritaria», insiste Josep Pons. «No hubo manera», rememora Lorenzo Milá, que acabó yendo a los tribunales como hicieron su hermana, Mercedes; Ana Belén y Víctor Manuel. Actualmente, aparte de las tres casitas que se van a derribar, cinco tienen un uso relacionado con la actividad marisquera y dos están protegidas y se deben conservar, aunque están en mal estado.