El azar provoca situaciones inesperadas; y este viaje que había empezado en Varsovia con otro destino, más hacia la frontera norte, con el enclave de Kaliningrado, acabó finalmente en Ucrania en la ciudad al borde del río Dniéper o Dnipro como se dice en Ucraniano y en línea de fuego como es ahora Jersón.
Buscando contactos para mi viaje, conocí casualmente a los responsables de una ONG que necesitaba un conductor urgentemente para ayudar a bajar material a la ciudad asediada. Cuando supieron que ya había conducido hacía unos meses desde España un furgón con leche infantil para los bebés ucranianos, sus ojos se iluminaron y evidentemente, no pude negarme. Y la verdad es que la vivencia fue inolvidable.
Cuanto más nos acercamos a Jersón, las carreteras están casi vacías y los checkpoints, es decir, los controles, son cada vez más complicados y duros.
Llevamos todos puesto nuestro equipo de protección, siguiendo el protocolo de seguridad.
Y llegamos a la entrada de Jersón. La ciudad está cerrada a la prensa por temor a infiltrados prorrusos y solo se puede acceder con autorización del oficial de prensa. Es un privilegio poder entrar.
Antes de la guerra, unas 300.000 personas vivían en Jerson. Hoy queda aproximadamente un 15 por ciento de dicha población en la ciudad.
En el centro, las calles están prácticamente vacías y en una ciudad anteriormente viva y alegre solo quedan personas mayores, impedidas, mujeres y algunos niños. También algunos voluntarios que ayudan a las ONGs y a los centros de reparto de alimentos. Los autobuses circulan vacíos. La ciudad está extrañamente silenciosa.
Era una ciudad bonita, con un puerto en el río Dniéper muy activo. Industrial y agrícola a la vez. Y tenía una particularidad que era el cultivo de sandías que cada año remontaban el Dniéper hacia Kiev en una barcaza hoy hundida en el río.
Los voluntarios de la ONG descargan rápidamente el camión para poner todo el material a resguardo. Mientras, entablo contacto con habitantes tímidos y también reservados. La fortaleza emocional de esa gente es admirable.
Después de mucha negociación, un voluntario nos conduce a toda velocidad por el margen derecho del río. Al otro lado, a pocas decenas de metros, están sus enemigos.
Los edificios destruidos, nos recuerdan silenciosamente, el tremendo asedio sufrido por la ciudad.
Nos dice nuestro conductor que conduce tan rápido por miedo a los drones y los disparos de los francotiradores. Y las bombas caen desde muy cerca, cada día y prácticamente sin tiempo a ponerse a resguardo.
Es el horror de las guerras.